/ sábado 19 de junio de 2021

El discurso de odio es genocida

1915-1923, el “Gran crimen”: los “jóvenes turcos” asesinan a cerca de 2 millones de armenios (comprendidos miles de griegos y asirios), como eco de las masacres hamidianas (1894-1896) que cobraron en la península de Anatolia la vida de 300 mil “infieles”. 1933, empieza la “Samudaripen”: persecución, esterilización, reclusión y asesinato en masa de los pueblos gitanos (cerca de medio millón de personas) a cargo de los nazis. 1935, Hitler inicia la promulgación de las Leyes de Nürnberger que prohíben el matrimonio entre arios y no arios y despojan de la ciudadanía a las personas negras y del derecho al voto a judíos y gitanos. 1975-1979: los “Jemeres Rojos” del partido comunista y su líder Pol Pot, asesinan a 3 millones de personas en Camboya. 1994, la “Masacre de Ruanda”: grupos extremistas exterminan a un millón de tutsis. 1995, la “Masacre de Srebrenica”: fuerzas serbias de Bosnia, dirigidas por Ratko Mladić, asesinan a 10 mil miembros de la etnia bosnia musulmana. 2003, Darfur: casi medio millón de muertos. Todas ellas, sólo algunas de las recientes masacres, cuyo número a lo largo de la historia humana es incalculable, pero que en la actualidad reciben un calificativo común: genocidio.

Concepto introducido en 1944 por el abogado judeopolaco Raphael Lemkin como resultado del más grande acto misándrico y genocida del que se tiene registro y que tuvo lugar en la Segunda Guerra Mundial, en el que fueron perseguidos, cosificados, torturados y asesinados millones de personas (judíos y muchas otras minorías étnicas, además de todos aquellos civiles y militares a los que el nazismo consideró “opositores” del régimen). Crimen humanicida que en 1948 dio lugar a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de la Organización de las Naciones Unidas, que lo definió como el delito “perpetrado con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso” y que México incorporó al Código Penal Federal en su artículo 149 Bis, siendo sólo hasta 1998 (con el caso Akayesu de Ruanda), cuando el Tribunal Penal Internacional impuso la primera condena por genocidio al señalar que dicho tipo penal buscaba proteger a ciertos grupos humanos “del exterminio o intento de exterminio”.

Derivado de ello, algunas teorías dogmático-penales han señalado que la acreditación del delito requiere como elemento objetivo del actus reus (actos culpables), en tanto que como elemento subjetivo requiere de la mens reus: la mente culpable, que sabe y tiene la intención. Elemento éste en el que se encuentra el germen volitivo del actuar genocida, la llave maestra que detona este tipo de conducta criminal que no es otra que el odio. Pero ¿qué es el odio? Si bien etimológicamente es un rechazo (lat. odium, gr. mysós), para la psicología, freudianamente hablando, es un estado del yo que busca destruir a la fuente de su infelicidad. Otto Kernberg lo explica como una proyección del miedo a sí mismo que está vinculado a la envidia: el sujeto que odia busca someter, controlar, destruir al que es “malo” porque posee algo “bueno” que no da y del que el odiante carece. De ahí su deseo de venganza, su fijación íntima, rabiosa, a la vez que placentera, de hacerlo sufrir y castigar hasta exterminarlo, pero también de ahí que quien está dominado por el odio se convierta en un resentido, suspicaz, desconfiado, perverso, que sólo busca encontrar enemigos en los demás, en pocas palabras: un paranoide.

Por ello, cuando un paranoide accede al poder, puede incoar su odio a la sociedad a través de sus palabras. Primero con posicionamientos suaves, leves, “esperanzadores”, como cuando Hitler invocaba a la paz mientras acariciaba y cargaba a niños pequeños. Luego, contaminados de imágenes, figuras, símbolos y mensajes que siembran en el inconsciente del colectivo social la germinación de una animadversión contra los que su líder ha decidido hacer objetos de su escarnio, sea por el color de piel, nacionalidad, condición física y/o mental, ideología, edad, grado de estudios, condición socioeconómica (p.e. ser de “clase media” o “alta”) o, simplemente, al ser “malos” por ser diferentes. Discursos de odio que, conforme el líder pulsa que son del agrado de su audiencia, procede a incrementar la dosis de su veneno, hasta que su radicalización termina por incendiar -como lo ha confirmado la neurología- los más ancestrales y reptilianos instintos subyacentes en ese ser social oyente, acrítico y cautivo que sólo espera para transitar de la denostación, confrontación y discriminación a la acción la orden de una voz, la suprema, encarnada en su líder político. A este punto, no hay retorno para el “mysos”: su consecuencia es el exterminio.

\u0009Por eso lo ha denunciado una y otra vez Adama Dieng, una de las más importantes voces del combate contra el genocidio: el discurso de odio ha sido y es el motor de la xenofobia, intolerancia y exclusión, y cuando ha sido minimizado y su escalada no refrenada, termina siendo la causa directa del genocidio ya que las palabras matan, a veces con mayor efectividad que las balas.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

1915-1923, el “Gran crimen”: los “jóvenes turcos” asesinan a cerca de 2 millones de armenios (comprendidos miles de griegos y asirios), como eco de las masacres hamidianas (1894-1896) que cobraron en la península de Anatolia la vida de 300 mil “infieles”. 1933, empieza la “Samudaripen”: persecución, esterilización, reclusión y asesinato en masa de los pueblos gitanos (cerca de medio millón de personas) a cargo de los nazis. 1935, Hitler inicia la promulgación de las Leyes de Nürnberger que prohíben el matrimonio entre arios y no arios y despojan de la ciudadanía a las personas negras y del derecho al voto a judíos y gitanos. 1975-1979: los “Jemeres Rojos” del partido comunista y su líder Pol Pot, asesinan a 3 millones de personas en Camboya. 1994, la “Masacre de Ruanda”: grupos extremistas exterminan a un millón de tutsis. 1995, la “Masacre de Srebrenica”: fuerzas serbias de Bosnia, dirigidas por Ratko Mladić, asesinan a 10 mil miembros de la etnia bosnia musulmana. 2003, Darfur: casi medio millón de muertos. Todas ellas, sólo algunas de las recientes masacres, cuyo número a lo largo de la historia humana es incalculable, pero que en la actualidad reciben un calificativo común: genocidio.

Concepto introducido en 1944 por el abogado judeopolaco Raphael Lemkin como resultado del más grande acto misándrico y genocida del que se tiene registro y que tuvo lugar en la Segunda Guerra Mundial, en el que fueron perseguidos, cosificados, torturados y asesinados millones de personas (judíos y muchas otras minorías étnicas, además de todos aquellos civiles y militares a los que el nazismo consideró “opositores” del régimen). Crimen humanicida que en 1948 dio lugar a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de la Organización de las Naciones Unidas, que lo definió como el delito “perpetrado con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso” y que México incorporó al Código Penal Federal en su artículo 149 Bis, siendo sólo hasta 1998 (con el caso Akayesu de Ruanda), cuando el Tribunal Penal Internacional impuso la primera condena por genocidio al señalar que dicho tipo penal buscaba proteger a ciertos grupos humanos “del exterminio o intento de exterminio”.

Derivado de ello, algunas teorías dogmático-penales han señalado que la acreditación del delito requiere como elemento objetivo del actus reus (actos culpables), en tanto que como elemento subjetivo requiere de la mens reus: la mente culpable, que sabe y tiene la intención. Elemento éste en el que se encuentra el germen volitivo del actuar genocida, la llave maestra que detona este tipo de conducta criminal que no es otra que el odio. Pero ¿qué es el odio? Si bien etimológicamente es un rechazo (lat. odium, gr. mysós), para la psicología, freudianamente hablando, es un estado del yo que busca destruir a la fuente de su infelicidad. Otto Kernberg lo explica como una proyección del miedo a sí mismo que está vinculado a la envidia: el sujeto que odia busca someter, controlar, destruir al que es “malo” porque posee algo “bueno” que no da y del que el odiante carece. De ahí su deseo de venganza, su fijación íntima, rabiosa, a la vez que placentera, de hacerlo sufrir y castigar hasta exterminarlo, pero también de ahí que quien está dominado por el odio se convierta en un resentido, suspicaz, desconfiado, perverso, que sólo busca encontrar enemigos en los demás, en pocas palabras: un paranoide.

Por ello, cuando un paranoide accede al poder, puede incoar su odio a la sociedad a través de sus palabras. Primero con posicionamientos suaves, leves, “esperanzadores”, como cuando Hitler invocaba a la paz mientras acariciaba y cargaba a niños pequeños. Luego, contaminados de imágenes, figuras, símbolos y mensajes que siembran en el inconsciente del colectivo social la germinación de una animadversión contra los que su líder ha decidido hacer objetos de su escarnio, sea por el color de piel, nacionalidad, condición física y/o mental, ideología, edad, grado de estudios, condición socioeconómica (p.e. ser de “clase media” o “alta”) o, simplemente, al ser “malos” por ser diferentes. Discursos de odio que, conforme el líder pulsa que son del agrado de su audiencia, procede a incrementar la dosis de su veneno, hasta que su radicalización termina por incendiar -como lo ha confirmado la neurología- los más ancestrales y reptilianos instintos subyacentes en ese ser social oyente, acrítico y cautivo que sólo espera para transitar de la denostación, confrontación y discriminación a la acción la orden de una voz, la suprema, encarnada en su líder político. A este punto, no hay retorno para el “mysos”: su consecuencia es el exterminio.

\u0009Por eso lo ha denunciado una y otra vez Adama Dieng, una de las más importantes voces del combate contra el genocidio: el discurso de odio ha sido y es el motor de la xenofobia, intolerancia y exclusión, y cuando ha sido minimizado y su escalada no refrenada, termina siendo la causa directa del genocidio ya que las palabras matan, a veces con mayor efectividad que las balas.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli