/ sábado 25 de enero de 2020

El pseudónimo y su misterio

Desde los tiempos más remotos, la imposición de un nombre a un individuo estuvo dotada de una fuerte carga de origen mágico, al ser un mecanismo para augurar una protección sobrenatural a su portador al tiempo que liberador de influencias negativas. Tan es así, que se cree que todo cambio de nombre implicaba un cambio de suerte.

Desde una perspectiva filosófica, fueron los sofistas los primeros en plantear la problemática de la naturaleza del nombre, al que concibieron como una convención heteroconstruida. Más tarde, Platón rebatió dicha tesis y apuntó que si las cosas poseían una naturaleza especial, el nombre debía justamente ser reflejo de dicha esencia.

Para los escolásticos medievales representó más un problema de significados, pero al paso de los siglos, comenzó a ser cada vez más frecuente que, sobre todo en el ámbito artístico, se empleara otro distinto. De ahí la costumbre cada vez más recurrente en emplear un pseudónimo: un nombre falso o supuesto, según indica su etimología.

Bien lo decía un texto de finales del siglo XIX:

“El pseudónimo es el antifaz de esta continua mascarada. ¡Cuántas fealdades encubre la política en el teatro y en la novela! Sin embargo, cuando hay que decir verdades, el nombre es un estorbo: el objeto es herir desde la sombra, tirar la piedra y esconder la mano. ¡Tiene tantos atractivos la venganza! ... El pseudónimo, pues, tiene siempre disculpa, y nunca tiene razón de ser. El anagrama puede ser un capricho: el anónimo no deja de ser una falta a la sociedad: los delitos que se cometen con el anónimo son innumerables: es el alma favorita de los rencorosos, por aquello de Qui male agit odiit lucem”.

En consecuencia, profundizar en la institución del pseudónimo ante las implicaciones que puede generar para el artista, incluidos periodistas y autores en general como persona,s reviste por lo tanto particular importancia dentro del ámbito jurídico, ya que si bien el nombre es atributo y derecho de toda persona, el pseudónimo es la figura jurídica que no solo permite ocultar la verdadera identidad de alguien, sino que posibilita la neopersonificación de un individuo en el ámbito social.

Entre los primeros pseudónimos que la historia registra, figuran los nombres de Platón (Aristocles Arístides) y muy probablemente de Homero como tales. Dentro del mundo cristiano, Simón cambió su nombre por el de Pedro, y qué decir en la política, donde destacan los casos de Lenin (Vladimir Ilich Ulianov), Stalin (Iosif Vissarionovich Djugachvili) y Trotsky (Lev Davidovich Bronstein).

Y es que una característica de él es que no persigue un fin ilícito. Eso lo distingue. Al respecto, Pliner afirma que más que ocultar a la personalidad, lo que busca es escindirla y mientras el nombre se vincula a la persona, el pseudónimo lo hace a su obra, motivo por el que corresponde en México a la Ley Federal de Derecho de Autor dotarle de un marco jurídico, aunque también debería ser objeto regulado en otros ordenamientos de naturaleza diversa, porque mientras no ataque la moral ni a las buenas costumbres, goza de protección jurídica plena.

Otra característica además que su origen es personal pues quien lo detenta generalmente es quien lo autoconstruye. Por otra parte, se ha convertido en práctica común que en muchos certámenes de creación se pida que la presentación de obras sea bajo seudónimo. El motivo: ocultar la identidad de la persona participante y garantizar con ello una mayor imparcialidad en el veredicto.

En la historia de la literatura mexicana, entre los escritores famosos que recurrieron a usar más pseudónimos distintos, tenemos a Vicente de P. Andrade (27), Mariano Barazábal (21), Carlos María de Bustamante (36), Manuel Gutiérrez Nájera (44), Francisco Monterde (21), Luis G. Iza (25), Ernesto Masson (40), Juan Muñoz Silva (22), Guillermo Prieto (20), Ramón Quintana del Acebo (22), Juan W. Sánchez de la Barquera (20), José Juan Tablada (38), Rafael Heliodoro Valle (117). En cambio, otros escritores como Julio Torri y José Vasconcelos usaron sólo uno, aparte de sus iniciales.

Epílogo. A principios de la década de los sesenta, mi padre tuvo una columna de crítica musical y para ello empleó el pseudónimo de Don Pasquale. Semana a semana salían las crónicas, siempre agudas de este personaje que poco a poco fue siendo temido, pues nadie del ambiente musical de aquel entonces lo conocía ni menos sospechaban que fuera Uberto Zanolli. Pero tan grande fue el velo tejido de misterio en torno al autor, que un día subrepticiamente un cantante le dijo a mi padre al oído, atento a que su "confesión" no fuera escuchada por nadie: "Maestro Zanolli, quiero decirle algo, por favor, guárdeme el secreto, no se lo diga a nadie... pero yo soy Don Pasquale".

Por supuesto, mi padre calló, no tenía caso develar el secreto, su pseudónimo hubiera perdido su misterio.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli


Desde los tiempos más remotos, la imposición de un nombre a un individuo estuvo dotada de una fuerte carga de origen mágico, al ser un mecanismo para augurar una protección sobrenatural a su portador al tiempo que liberador de influencias negativas. Tan es así, que se cree que todo cambio de nombre implicaba un cambio de suerte.

Desde una perspectiva filosófica, fueron los sofistas los primeros en plantear la problemática de la naturaleza del nombre, al que concibieron como una convención heteroconstruida. Más tarde, Platón rebatió dicha tesis y apuntó que si las cosas poseían una naturaleza especial, el nombre debía justamente ser reflejo de dicha esencia.

Para los escolásticos medievales representó más un problema de significados, pero al paso de los siglos, comenzó a ser cada vez más frecuente que, sobre todo en el ámbito artístico, se empleara otro distinto. De ahí la costumbre cada vez más recurrente en emplear un pseudónimo: un nombre falso o supuesto, según indica su etimología.

Bien lo decía un texto de finales del siglo XIX:

“El pseudónimo es el antifaz de esta continua mascarada. ¡Cuántas fealdades encubre la política en el teatro y en la novela! Sin embargo, cuando hay que decir verdades, el nombre es un estorbo: el objeto es herir desde la sombra, tirar la piedra y esconder la mano. ¡Tiene tantos atractivos la venganza! ... El pseudónimo, pues, tiene siempre disculpa, y nunca tiene razón de ser. El anagrama puede ser un capricho: el anónimo no deja de ser una falta a la sociedad: los delitos que se cometen con el anónimo son innumerables: es el alma favorita de los rencorosos, por aquello de Qui male agit odiit lucem”.

En consecuencia, profundizar en la institución del pseudónimo ante las implicaciones que puede generar para el artista, incluidos periodistas y autores en general como persona,s reviste por lo tanto particular importancia dentro del ámbito jurídico, ya que si bien el nombre es atributo y derecho de toda persona, el pseudónimo es la figura jurídica que no solo permite ocultar la verdadera identidad de alguien, sino que posibilita la neopersonificación de un individuo en el ámbito social.

Entre los primeros pseudónimos que la historia registra, figuran los nombres de Platón (Aristocles Arístides) y muy probablemente de Homero como tales. Dentro del mundo cristiano, Simón cambió su nombre por el de Pedro, y qué decir en la política, donde destacan los casos de Lenin (Vladimir Ilich Ulianov), Stalin (Iosif Vissarionovich Djugachvili) y Trotsky (Lev Davidovich Bronstein).

Y es que una característica de él es que no persigue un fin ilícito. Eso lo distingue. Al respecto, Pliner afirma que más que ocultar a la personalidad, lo que busca es escindirla y mientras el nombre se vincula a la persona, el pseudónimo lo hace a su obra, motivo por el que corresponde en México a la Ley Federal de Derecho de Autor dotarle de un marco jurídico, aunque también debería ser objeto regulado en otros ordenamientos de naturaleza diversa, porque mientras no ataque la moral ni a las buenas costumbres, goza de protección jurídica plena.

Otra característica además que su origen es personal pues quien lo detenta generalmente es quien lo autoconstruye. Por otra parte, se ha convertido en práctica común que en muchos certámenes de creación se pida que la presentación de obras sea bajo seudónimo. El motivo: ocultar la identidad de la persona participante y garantizar con ello una mayor imparcialidad en el veredicto.

En la historia de la literatura mexicana, entre los escritores famosos que recurrieron a usar más pseudónimos distintos, tenemos a Vicente de P. Andrade (27), Mariano Barazábal (21), Carlos María de Bustamante (36), Manuel Gutiérrez Nájera (44), Francisco Monterde (21), Luis G. Iza (25), Ernesto Masson (40), Juan Muñoz Silva (22), Guillermo Prieto (20), Ramón Quintana del Acebo (22), Juan W. Sánchez de la Barquera (20), José Juan Tablada (38), Rafael Heliodoro Valle (117). En cambio, otros escritores como Julio Torri y José Vasconcelos usaron sólo uno, aparte de sus iniciales.

Epílogo. A principios de la década de los sesenta, mi padre tuvo una columna de crítica musical y para ello empleó el pseudónimo de Don Pasquale. Semana a semana salían las crónicas, siempre agudas de este personaje que poco a poco fue siendo temido, pues nadie del ambiente musical de aquel entonces lo conocía ni menos sospechaban que fuera Uberto Zanolli. Pero tan grande fue el velo tejido de misterio en torno al autor, que un día subrepticiamente un cantante le dijo a mi padre al oído, atento a que su "confesión" no fuera escuchada por nadie: "Maestro Zanolli, quiero decirle algo, por favor, guárdeme el secreto, no se lo diga a nadie... pero yo soy Don Pasquale".

Por supuesto, mi padre calló, no tenía caso develar el secreto, su pseudónimo hubiera perdido su misterio.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli