/ sábado 9 de enero de 2021

Embestida populista contra la democracia

La alucinante toma del Capitolio de los Estados Unidos de América (EUA) del pasado miércoles nos confirma, una vez más, que la historia humana es viva y palpitante, visionaria y, por tanto, imprescindible, por lo que a ella se debe acudir, inexorablemente, cuando es necesario apuntalar a una Nación, sobre todo si a ésta se le ha herido en pleno corazón.

Esto ocurrió con los representantes estadounidenses. El impacto fue poderoso, al grado que hizo sentenciar al líder demócrata Chuck Schumer de New York que, así como Franklin D. Roosevelt había declarado al 7 de diciembre de 1941 como un día que habría de perdurar en la infamia, de igual forma quedaría inscrito en ella, para siempre, el 6 de enero de 2021, luego de que el bastión del Capitolio: “templo de la democracia” de la que tanto se enorgullece el pueblo estadounidense y que había permanecido invicta como ninguna en el mundo -según destacó el senador Steny Hoyer de Maryland-, había sido mancillado por primera vez en su historia y, lo más trágico, a cargo de un grupo de conciudadanos. Sin embargo, si el objetivo de los extremistas (insurrectos -como los calificó Joe Biden- o terroristas internos -como lo hizo Schumer-) fue amedrentar a los legisladores y hacer abortar la última fase del proceso electoral, esta vez no lo lograron. Mitch McConnell de Kentucky, líder de los republicanos, lo preconizó al declarar: “el senado no se va a dejar intimidar” y va a honrar la voluntad popular que decide sobre su destino como lo ha hecho por más de dos siglos, lo mismo en la paz que en la guerra, civil y mundial.

Acto seguido, los senadores hicieron frente común, rechazaron las objeciones que habían sido presentadas, convalidaron los votos electorales y, al final, hubo una vencedora: la Nación, a cuya unidad convocó la presidenta de los representantes Nancy Pelosi cuando, al reinicio de la sesión, recordó a los congresistas la frase inscrita en su prendedor en forma de bandera que portaba y que, dijo, ésta se encontraba bordada en el abrigo que llevaba Abraham Lincoln el día en que fue asesinado: “un mismo país, una misma Nación, un mismo destino”. Sí, indudablemente el espíritu y las palabras de aquel ilustre mandatario vibraban entre los presentes: ser dignos en la victoria y humildes en la derrota, de ahí su búsqueda por la reconciliación que enarbolaron como divisa a coro, haciendo viva la petición formulada por aquél en Gettysburg en 1863. En esos momentos, no eran más demócratas ni republicanos, sólo estadounidenses, porque la Nación, como otro legislador subrayó, no son el Congreso ni el Gobierno, son las familias, los ciudadanos y es deber de todo ciudadano proteger a la democracia.

Derivado de ello, pudimos atestiguar una notable muestra de congruencia cívica a cargo de los senadores estadounidenses que, al volver a sus curules tras el asalto para continuar con la tarea de certificar los polémicos comicios electorales de noviembre, no sólo fundieron el rojo y el azul de sus partidos, a través de sus alocuciones dieron nueva vida a los principios contenidos predominantemente en el documento fundacional independentista proclamado el 4 de julio de 1776, A Declaration by the Representatives of the United States of America. Había sido vital para los legisladores de la Cámara Alta verse impelidos a acudir a la fuente nutricia de su historia y a los postulados establecidos por los padres de su Patria: Jefferson, Adams, Franklin, Hamilton, Jay, Madison y Washington, de quienes evocaban la necesidad de cerrar filas para defender del peligro a la voz libremente ya manifestada del pueblo.

Ahora bien, más allá de las luces y sombras que en toda relación entre naciones vecinas existe -como ha sido en la de nuestra más que bicentenaria historia compartida- y más allá de la política exterior, hegemónica e injerencista, que los EUA han desplegado en el mundo, la pregunta fundamental es: ¿por qué nos debe inquietar ante lo ocurrido?

Porque ha sido una manifestación clara de lo que puede incoar el odio gestado desde la silla presidencial, tal y como lo ha denunciado la mayoría senatorial al responsabilizar como instigador a Trump -el sujeto que se cree dueño de una Nación-, del que se solicita su defenestración. Por algo el capellán del senado dijo: “las palabras tienen peso, el poder sobre la vida y la muerte está en la lengua”, y si esto ocurre en el seno legislativo del coloso del norte, el resto de los países -en especial México- corremos el riesgo de que el odio social se radicalice y debamos enfrentar pronto situaciones similares, máxime que mientras los senadores estadounidenses hacen acopio valeroso de respeto y civilidad para salvaguardar a sus instituciones democráticas, nuestros representantes permiten y fomentan que estemos enclavados en un franco proceso de destrucción institucional, degradación de la investidura legislativa y creciente dolor ante los estertores de nuestra hoy abortada democracia mexicana, la misma ante la que no pudimos ni supimos ser dignos.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

La alucinante toma del Capitolio de los Estados Unidos de América (EUA) del pasado miércoles nos confirma, una vez más, que la historia humana es viva y palpitante, visionaria y, por tanto, imprescindible, por lo que a ella se debe acudir, inexorablemente, cuando es necesario apuntalar a una Nación, sobre todo si a ésta se le ha herido en pleno corazón.

Esto ocurrió con los representantes estadounidenses. El impacto fue poderoso, al grado que hizo sentenciar al líder demócrata Chuck Schumer de New York que, así como Franklin D. Roosevelt había declarado al 7 de diciembre de 1941 como un día que habría de perdurar en la infamia, de igual forma quedaría inscrito en ella, para siempre, el 6 de enero de 2021, luego de que el bastión del Capitolio: “templo de la democracia” de la que tanto se enorgullece el pueblo estadounidense y que había permanecido invicta como ninguna en el mundo -según destacó el senador Steny Hoyer de Maryland-, había sido mancillado por primera vez en su historia y, lo más trágico, a cargo de un grupo de conciudadanos. Sin embargo, si el objetivo de los extremistas (insurrectos -como los calificó Joe Biden- o terroristas internos -como lo hizo Schumer-) fue amedrentar a los legisladores y hacer abortar la última fase del proceso electoral, esta vez no lo lograron. Mitch McConnell de Kentucky, líder de los republicanos, lo preconizó al declarar: “el senado no se va a dejar intimidar” y va a honrar la voluntad popular que decide sobre su destino como lo ha hecho por más de dos siglos, lo mismo en la paz que en la guerra, civil y mundial.

Acto seguido, los senadores hicieron frente común, rechazaron las objeciones que habían sido presentadas, convalidaron los votos electorales y, al final, hubo una vencedora: la Nación, a cuya unidad convocó la presidenta de los representantes Nancy Pelosi cuando, al reinicio de la sesión, recordó a los congresistas la frase inscrita en su prendedor en forma de bandera que portaba y que, dijo, ésta se encontraba bordada en el abrigo que llevaba Abraham Lincoln el día en que fue asesinado: “un mismo país, una misma Nación, un mismo destino”. Sí, indudablemente el espíritu y las palabras de aquel ilustre mandatario vibraban entre los presentes: ser dignos en la victoria y humildes en la derrota, de ahí su búsqueda por la reconciliación que enarbolaron como divisa a coro, haciendo viva la petición formulada por aquél en Gettysburg en 1863. En esos momentos, no eran más demócratas ni republicanos, sólo estadounidenses, porque la Nación, como otro legislador subrayó, no son el Congreso ni el Gobierno, son las familias, los ciudadanos y es deber de todo ciudadano proteger a la democracia.

Derivado de ello, pudimos atestiguar una notable muestra de congruencia cívica a cargo de los senadores estadounidenses que, al volver a sus curules tras el asalto para continuar con la tarea de certificar los polémicos comicios electorales de noviembre, no sólo fundieron el rojo y el azul de sus partidos, a través de sus alocuciones dieron nueva vida a los principios contenidos predominantemente en el documento fundacional independentista proclamado el 4 de julio de 1776, A Declaration by the Representatives of the United States of America. Había sido vital para los legisladores de la Cámara Alta verse impelidos a acudir a la fuente nutricia de su historia y a los postulados establecidos por los padres de su Patria: Jefferson, Adams, Franklin, Hamilton, Jay, Madison y Washington, de quienes evocaban la necesidad de cerrar filas para defender del peligro a la voz libremente ya manifestada del pueblo.

Ahora bien, más allá de las luces y sombras que en toda relación entre naciones vecinas existe -como ha sido en la de nuestra más que bicentenaria historia compartida- y más allá de la política exterior, hegemónica e injerencista, que los EUA han desplegado en el mundo, la pregunta fundamental es: ¿por qué nos debe inquietar ante lo ocurrido?

Porque ha sido una manifestación clara de lo que puede incoar el odio gestado desde la silla presidencial, tal y como lo ha denunciado la mayoría senatorial al responsabilizar como instigador a Trump -el sujeto que se cree dueño de una Nación-, del que se solicita su defenestración. Por algo el capellán del senado dijo: “las palabras tienen peso, el poder sobre la vida y la muerte está en la lengua”, y si esto ocurre en el seno legislativo del coloso del norte, el resto de los países -en especial México- corremos el riesgo de que el odio social se radicalice y debamos enfrentar pronto situaciones similares, máxime que mientras los senadores estadounidenses hacen acopio valeroso de respeto y civilidad para salvaguardar a sus instituciones democráticas, nuestros representantes permiten y fomentan que estemos enclavados en un franco proceso de destrucción institucional, degradación de la investidura legislativa y creciente dolor ante los estertores de nuestra hoy abortada democracia mexicana, la misma ante la que no pudimos ni supimos ser dignos.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli