/ lunes 22 de marzo de 2021

Fe en el Derecho, fe en la Justicia

Existe a la entrada del antiguo Ayuntamiento de Rivoli una dramática escultura de un prisionero de guerra, desgarrado su rostro y retorcido su cuerpo por la angustia. A un lado, una lápida emblemática se erige en memoria de los italianos presos durante la segunda guerra mundial en la que están inscritos dos textos: a la izquierda, el del poema Il prigioniero de Uberto Zanolli, mi padre, a quien el nazismo redujo a un número al hacerlo prisionero en sus campos de concentración. Su delito: ser oficial del ejército italiano, del que formó parte como “voluntario” de guerra por decreto de Mussolini, cuando Italia firmó el armisticio con los aliados. A la derecha, el pensamiento del ilustre jurista Piero Calamandrei, redactor del código procedimental civil de 1940 y padre del constitucionalismo italiano de la posguerra, en el que evoca los altos valores en que se afincó la construcción de dicha Constitución: “si queréis ir en peregrinaje al lugar donde nació nuestra Constitución, id a las montañas donde cayeron los partisanos, a las cárceles donde fueron apresados, a los campos donde fueron ajusticiados. Doquier esté muerto un italiano por rescatar la libertad y la dignidad, id allí, ¡oh jóvenes!, con vuestro pensamiento, porque allí ha nacido nuestra Constitución”.

Evoco esta imagen y estas palabras, porque si hubo un momento dentro de la época contemporánea en el que no sólo se desnaturalizó sino que se exterminó a la legalidad, fue previo y durante la segunda guerra mundial: el periodo jurídicamente más aciago y nugatorio de los derechos del hombre que ha enfrentado la humanidad desde la Revolución francesa, encarnado tanto en Il Duce que construyó un Estado “ético” por encima de todo orden legal, cuanto en Der Führer que se erigió en pináculo del poder estatal. Totalitarismos, ambos, en los que no había cabida posible para el arbitrio y la libertad judiciales. Facultades milenarias pretorianas que la modernidad había heredado del derecho romano republicano y que la corriente jurídica de “libre interpretación” había hecho suyas desde finales del siglo XIX frente a los preceptos del derecho “imperativo”.

La razón de ello: con el arribo del fascismo y del nazismo, los jueces quedaron sometidos a regímenes que impusieron leyes lacerantemente discriminatorias, como las raciales, dado que el orden legal de los totalitarismos como lo denunció Hanna Arendt, era recurrir a la gestación de una nueva legalidad: “su” legalidad. Una legalidad a modo y, por consiguiente, una ilegalidad totalitaria, sustentada en la concentración del poder económico, en el aniquilamiento de las libertades, en el control de una multitud adoctrinada, en el odio social, la persecución, el terror y la cosificación humana, la manipulación legal y judicial para alcanzar su fin: la dominación y el control totales. La pregunta sería: ¿cómo fue posible que alguien les secundara? En Italia tuvo un nombre: “popolo bue”, al valerse el fascismo de la masa desarraigada, frustrada, acrítica, desinformada y desorientada, a la que podía “convencer”, a diferencia de las “élites”, a las que no podía embaucar cuando, invocando a la “nueva” ley, restringía sus derechos y libertades.

Sin embargo, hablar de ello a más de 80 años de distancia, es fácil. Enfrentarlo fue lo difícil, porque cuando se está inmerso en un proceso histórico de semejante intensidad, cuesta mucho poder comprenderlo, máxime después de un shock postraumático. El propio Calamandrei nos lo demuestra cuando, tras pronunciar el 22 de enero de 1940 su conferencia “Fe en el Derecho”, plasma las inquietudes que le agitan en su diario: “¿es cierto que para poder retomar el camino hacia la ‘justicia social’ primero debamos reconstruir al instrumento de la legalidad y de la libertad? ¿Somos los precursores del porvenir o los conservadores de un pasado en disolución?”. Siete años después está claro y reconoce que una de las más graves herencias patológicas del fascismo fue la del descrédito de las leyes, del sentido de la legalidad que cada ciudadano debería tener de su deber moral y de no tomar con seriedad a la ley: producto “de la deslealtad del legislador fascista, que hacía leyes ficticias, trucadas, meramente figurativas”, al pretender hacer aparentar “como verdad lo que en realidad todos sabían que no lo era ni podía serlo”.

Por algo Francesco Carnelutti recomendaría no dejarse seducir por el “mito” del legislador y pensar más en el juez, cuya dignidad, prestigio y libertad, debían ser garantizados, porque mientras aquél tiene ante sí una marioneta, éste tiene delante al hombre vivo. Y cuando hablamos del hombre,

Existe a la entrada del antiguo Ayuntamiento de Rivoli una dramática escultura de un prisionero de guerra, desgarrado su rostro y retorcido su cuerpo por la angustia. A un lado, una lápida emblemática se erige en memoria de los italianos presos durante la segunda guerra mundial en la que están inscritos dos textos: a la izquierda, el del poema Il prigioniero de Uberto Zanolli, mi padre, a quien el nazismo redujo a un número al hacerlo prisionero en sus campos de concentración. Su delito: ser oficial del ejército italiano, del que formó parte como “voluntario” de guerra por decreto de Mussolini, cuando Italia firmó el armisticio con los aliados. A la derecha, el pensamiento del ilustre jurista Piero Calamandrei, redactor del código procedimental civil de 1940 y padre del constitucionalismo italiano de la posguerra, en el que evoca los altos valores en que se afincó la construcción de dicha Constitución: “si queréis ir en peregrinaje al lugar donde nació nuestra Constitución, id a las montañas donde cayeron los partisanos, a las cárceles donde fueron apresados, a los campos donde fueron ajusticiados. Doquier esté muerto un italiano por rescatar la libertad y la dignidad, id allí, ¡oh jóvenes!, con vuestro pensamiento, porque allí ha nacido nuestra Constitución”.

Evoco esta imagen y estas palabras, porque si hubo un momento dentro de la época contemporánea en el que no sólo se desnaturalizó sino que se exterminó a la legalidad, fue previo y durante la segunda guerra mundial: el periodo jurídicamente más aciago y nugatorio de los derechos del hombre que ha enfrentado la humanidad desde la Revolución francesa, encarnado tanto en Il Duce que construyó un Estado “ético” por encima de todo orden legal, cuanto en Der Führer que se erigió en pináculo del poder estatal. Totalitarismos, ambos, en los que no había cabida posible para el arbitrio y la libertad judiciales. Facultades milenarias pretorianas que la modernidad había heredado del derecho romano republicano y que la corriente jurídica de “libre interpretación” había hecho suyas desde finales del siglo XIX frente a los preceptos del derecho “imperativo”.

La razón de ello: con el arribo del fascismo y del nazismo, los jueces quedaron sometidos a regímenes que impusieron leyes lacerantemente discriminatorias, como las raciales, dado que el orden legal de los totalitarismos como lo denunció Hanna Arendt, era recurrir a la gestación de una nueva legalidad: “su” legalidad. Una legalidad a modo y, por consiguiente, una ilegalidad totalitaria, sustentada en la concentración del poder económico, en el aniquilamiento de las libertades, en el control de una multitud adoctrinada, en el odio social, la persecución, el terror y la cosificación humana, la manipulación legal y judicial para alcanzar su fin: la dominación y el control totales. La pregunta sería: ¿cómo fue posible que alguien les secundara? En Italia tuvo un nombre: “popolo bue”, al valerse el fascismo de la masa desarraigada, frustrada, acrítica, desinformada y desorientada, a la que podía “convencer”, a diferencia de las “élites”, a las que no podía embaucar cuando, invocando a la “nueva” ley, restringía sus derechos y libertades.

Sin embargo, hablar de ello a más de 80 años de distancia, es fácil. Enfrentarlo fue lo difícil, porque cuando se está inmerso en un proceso histórico de semejante intensidad, cuesta mucho poder comprenderlo, máxime después de un shock postraumático. El propio Calamandrei nos lo demuestra cuando, tras pronunciar el 22 de enero de 1940 su conferencia “Fe en el Derecho”, plasma las inquietudes que le agitan en su diario: “¿es cierto que para poder retomar el camino hacia la ‘justicia social’ primero debamos reconstruir al instrumento de la legalidad y de la libertad? ¿Somos los precursores del porvenir o los conservadores de un pasado en disolución?”. Siete años después está claro y reconoce que una de las más graves herencias patológicas del fascismo fue la del descrédito de las leyes, del sentido de la legalidad que cada ciudadano debería tener de su deber moral y de no tomar con seriedad a la ley: producto “de la deslealtad del legislador fascista, que hacía leyes ficticias, trucadas, meramente figurativas”, al pretender hacer aparentar “como verdad lo que en realidad todos sabían que no lo era ni podía serlo”.

Por algo Francesco Carnelutti recomendaría no dejarse seducir por el “mito” del legislador y pensar más en el juez, cuya dignidad, prestigio y libertad, debían ser garantizados, porque mientras aquél tiene ante sí una marioneta, éste tiene delante al hombre vivo. Y cuando hablamos del hombre,