/ sábado 25 de julio de 2020

La esencia del ser en las ideas

La verdadera tragedia de la vida es

cuando los hombres tienen miedo de la luz

Platón

Penetrar en los orígenes de la historia de las ideas es aproximarnos a la esencia y razón del ser de la humanidad, pero también es, como dijo Eugenio Garin: contribuir a la destrucción de todos sus ídolos, comprendidos los religiosos y políticos.

En un inicio, los conceptos de ideología e ideólogo ofrecían una connotación muy distinta a la que hoy les damos. Formalmente, fue a finales del siglo XVIII cuando nació, en el ámbito de la filosofía y del sensismo galo, la ciencia de las ideas, así llamada por el militar francés de origen escocés Antoine-Louis-Claude Destutt, marqués de Tracy, inspirado en Locke y Condillac. Primero, hacia 1796 y 1798 según recuerda en su Mémoire sur la faculté de penser, al pronunciar el vocablo “ideología” en sus clases de Análisis de las sensaciones y de las ideas en el Institut National des Sciences et des Arts, declarando que ésta era “la primera en el orden genealógico, dado que todas las otras emanaban de ella”. Después, asentando en su obra Eléments D’Ideologie (1801-1815) -escrita para sus clases de Gramática general- que comprender la ideología permitiría una mayor aproximación a la naturaleza humana, convencido de que conocer ideología, gramática y lógica, haría que el ciudadano francés adquiriera valores y elementos para su progreso social, político y económico.

Sin embargo, Napoleón no compartió su postura. A pesar de que él mismo había invitado a formar parte de su gobierno y del Consejo de Instrucción Pública a Tracy, tenía una visión antagónica y esto lo confrontó, junto con el Instituto que pronto le fue adverso, pues el corso sostenía: “la ideología, esta obscura metafísica que insistentemente escarba las causas primeras sobre las que se fundan las leyes de los pueblos, en vez de usar las leyes conocidas por el corazón humano y las lecciones de la historia, es culpable de todas las desventuras de nuestra bella Francia”. Y aún más. Su detracción a la ideología se extendió al concepto de ideólogo, al que consideró un sujeto sin sentido político, demagogo y apologético. De ahí su frase: “Je n’aime pas les idéologues” y de ahí el inicio de la distorsión histórica en torno a dichos conceptos a la que el propio Marx abonó, no obstante haber abrevado de la obra traciana como lo hicieron Cabanis, Stendhal, Balzac, Taine, Comte y Manzini, ente tantos otros. Desviación teórica que hasta hoy pervive y por la que se sostiene que la primera es sinónimo de una “falsa conciencia de clase” o “elucubración arbitraria de determinados individuos”: los ideólogos, aquellos que pretenden convencer de la prioridad de un determinado pensamiento desvinculado de la praxis social.

Con el paso de las décadas, Antonio Gramsci definirá a la ideología como “la superestructura necesaria de una determinada estructura”, concibiéndola integrada por el conjunto de instituciones, creencias y sistemas que impone sobre la clase dominada la clase dominante que detenta el poder hegemónico, de tal forma que más allá de ser considerada una mera actividad del pensamiento, debe ser comprendida como una conceptualización de la realidad histórica de un momento dado al ser reflejo dimanado de su base estructural.

Recientemente, fue el filósofo húngaro de filiación marxista, formado con Lukács y procedente de la Escuela de Budapest: István Mészáros -al que el gobierno venezolano de Hugo Chávez condecoró con el Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2008 por su obra El desafío y la carga del tiempo histórico: El Socialismo del siglo XXI (que deberíamos analizar por los ecos que hoy laten en el discurso oficial de la realidad mexicana)-, quien se planteó la necesidad de revisar la función social de la ideología y repensar su concepto. Producto de su inquietud fue el ensayo “El poder de la ideología”, donde declara a ésta “una forma específica de la conciencia social, inseparable de las sociedades de clase”, praxis vinculada con el conjunto de valores y con el “control efectivo del metabolismo social”, en el que coexisten ideologías principales o “totalizadoras” e ideologías menores o “híbridas” que se autoajustan y cuya articulación deriva en un conflicto estructural, a partir de que el hombre se vuelve consciente de dicho conflicto y lucha contra él.

No obstante, desde finales de los 90 ha habido quienes han creído que ante la globalización las ideologías estaban en decadencia. Fukuyama mismo habló de un “mundo sin fantasmas ideológicos”. Nada más lejano de la realidad. Estamos inmersos en ismos: fundamentalismos y totalitarismos de distinta índole, todos inadmisibles, aún los que se dicen adalides de la democracia: son consecuencia del cínico oportunismo y descarnada ambición de poder. Por ello es impostergable volver a nuestros orígenes y retornar al sendero original de la historia de las ideas que el tiempo desdibujó. Encenderíamos la esperanza de reencontrarnos con la esencia de nuestro verdadero ser que el tiempo extinguió.


bettyzanolli@gmail.com@BettyZanolli

La verdadera tragedia de la vida es

cuando los hombres tienen miedo de la luz

Platón

Penetrar en los orígenes de la historia de las ideas es aproximarnos a la esencia y razón del ser de la humanidad, pero también es, como dijo Eugenio Garin: contribuir a la destrucción de todos sus ídolos, comprendidos los religiosos y políticos.

En un inicio, los conceptos de ideología e ideólogo ofrecían una connotación muy distinta a la que hoy les damos. Formalmente, fue a finales del siglo XVIII cuando nació, en el ámbito de la filosofía y del sensismo galo, la ciencia de las ideas, así llamada por el militar francés de origen escocés Antoine-Louis-Claude Destutt, marqués de Tracy, inspirado en Locke y Condillac. Primero, hacia 1796 y 1798 según recuerda en su Mémoire sur la faculté de penser, al pronunciar el vocablo “ideología” en sus clases de Análisis de las sensaciones y de las ideas en el Institut National des Sciences et des Arts, declarando que ésta era “la primera en el orden genealógico, dado que todas las otras emanaban de ella”. Después, asentando en su obra Eléments D’Ideologie (1801-1815) -escrita para sus clases de Gramática general- que comprender la ideología permitiría una mayor aproximación a la naturaleza humana, convencido de que conocer ideología, gramática y lógica, haría que el ciudadano francés adquiriera valores y elementos para su progreso social, político y económico.

Sin embargo, Napoleón no compartió su postura. A pesar de que él mismo había invitado a formar parte de su gobierno y del Consejo de Instrucción Pública a Tracy, tenía una visión antagónica y esto lo confrontó, junto con el Instituto que pronto le fue adverso, pues el corso sostenía: “la ideología, esta obscura metafísica que insistentemente escarba las causas primeras sobre las que se fundan las leyes de los pueblos, en vez de usar las leyes conocidas por el corazón humano y las lecciones de la historia, es culpable de todas las desventuras de nuestra bella Francia”. Y aún más. Su detracción a la ideología se extendió al concepto de ideólogo, al que consideró un sujeto sin sentido político, demagogo y apologético. De ahí su frase: “Je n’aime pas les idéologues” y de ahí el inicio de la distorsión histórica en torno a dichos conceptos a la que el propio Marx abonó, no obstante haber abrevado de la obra traciana como lo hicieron Cabanis, Stendhal, Balzac, Taine, Comte y Manzini, ente tantos otros. Desviación teórica que hasta hoy pervive y por la que se sostiene que la primera es sinónimo de una “falsa conciencia de clase” o “elucubración arbitraria de determinados individuos”: los ideólogos, aquellos que pretenden convencer de la prioridad de un determinado pensamiento desvinculado de la praxis social.

Con el paso de las décadas, Antonio Gramsci definirá a la ideología como “la superestructura necesaria de una determinada estructura”, concibiéndola integrada por el conjunto de instituciones, creencias y sistemas que impone sobre la clase dominada la clase dominante que detenta el poder hegemónico, de tal forma que más allá de ser considerada una mera actividad del pensamiento, debe ser comprendida como una conceptualización de la realidad histórica de un momento dado al ser reflejo dimanado de su base estructural.

Recientemente, fue el filósofo húngaro de filiación marxista, formado con Lukács y procedente de la Escuela de Budapest: István Mészáros -al que el gobierno venezolano de Hugo Chávez condecoró con el Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2008 por su obra El desafío y la carga del tiempo histórico: El Socialismo del siglo XXI (que deberíamos analizar por los ecos que hoy laten en el discurso oficial de la realidad mexicana)-, quien se planteó la necesidad de revisar la función social de la ideología y repensar su concepto. Producto de su inquietud fue el ensayo “El poder de la ideología”, donde declara a ésta “una forma específica de la conciencia social, inseparable de las sociedades de clase”, praxis vinculada con el conjunto de valores y con el “control efectivo del metabolismo social”, en el que coexisten ideologías principales o “totalizadoras” e ideologías menores o “híbridas” que se autoajustan y cuya articulación deriva en un conflicto estructural, a partir de que el hombre se vuelve consciente de dicho conflicto y lucha contra él.

No obstante, desde finales de los 90 ha habido quienes han creído que ante la globalización las ideologías estaban en decadencia. Fukuyama mismo habló de un “mundo sin fantasmas ideológicos”. Nada más lejano de la realidad. Estamos inmersos en ismos: fundamentalismos y totalitarismos de distinta índole, todos inadmisibles, aún los que se dicen adalides de la democracia: son consecuencia del cínico oportunismo y descarnada ambición de poder. Por ello es impostergable volver a nuestros orígenes y retornar al sendero original de la historia de las ideas que el tiempo desdibujó. Encenderíamos la esperanza de reencontrarnos con la esencia de nuestro verdadero ser que el tiempo extinguió.


bettyzanolli@gmail.com@BettyZanolli