/ sábado 17 de julio de 2021

La rama dorada I

Y dijo la Sibila a Eneas, el troyano Anquisíada: si tan grande es tu pasión por bajar al Averno “y ver dos veces los negros Tártaros … escucha qué se ha de hacer primero. Se oculta en árbol umbroso áurea rama tanto de hojas como de tallo flexible, consagrada a Juno infernal…”.

Sí, la famosa rama dorada (aureus ramus) a la que alude Virgilio en el Libro VI de su Eneida, obra cumbre de la poesía épica latina y que está asociada a uno de los cultos más antiguos de la humanidad: el culto a los árboles.

Un culto que probablemente para el hombre contemporáneo no reviste ya especial significación, pero que en la antigüedad fue de extraordinaria importancia, pues casi en todas las culturas el árbol fue dotado con atributos de sacralidad y cada una de sus especies, por alguna connotación en lo particular. Así ocurrió con la acacia en Egipto, el baobab en el África, la ceiba entre los mayas, el álamo en Mesopotamia, el ciprés y el encino en Israel, Grecia y Roma, el sándalo en Oriente, el abeto entre los nórdicos o el ahuehuete en el altiplano central y valle de Oaxaca en el México prehispánico. El árbol fue considerado fuente de vida y juventud, liga con nuestros antepasados, símbolo de amor como en el caso del laurel y de la justicia divina el fresno entre los griegos, emblema de esperanza y resurrección como el álamo, aliso, ciprés y olivo para los pueblos circunmediterráneos, hasta legar a ser concebido en la Edad Media como el “axis mundi”, el eje del mundo, centro del universo que interconectaba los tres planos: el celeste, el terrestre humano y el subterráneo.

Y es que el mundo era muy distinto al actual. Europa misma -hasta hace muy poco- estaba cubierta por una densa capa arbórea, en muchas zonas inexpugnable, y esto hacía que el hombre mantuviera una estrecha relación con este elemento fundamental de la Naturaleza, al grado que Grimm, un estudioso del tema, ha llegado a sostener que debieron ser los bosques los primeros templos de los germanos que habitaban en el continente. Ahora bien, en medio de este panorama ideológico ¿cómo interpretar el simbolismo de la “rama dorada” virgiliana?

Uno de los más grandes estudiosos de la historia de las religiones, Sir James Frazer, el autor que justamente intituló La rama dorada a su obra más importante, ha sostenido que la rama dorada pudo ser una referencia del poeta romano al árbol del roble: el quercus robur, cuyo culto fue de enorme importancia en el mundo antiguo por estar identificado como el árbol de Júpiter, probablemente por ser proclive a atraer los rayos durante las tormentas y ser el rayo símbolo de poder y de la bendición ígnea que procede del cielo. Además, por ser símbolo del linaje divino de los reyes Silvios, descendientes del héroe dardánico Eneas, que gobernaron en Alba Longa, previo a la fundación de Roma.

El color dorado, por su parte, podría haber sido explicado a partir del matiz de los primeros brotes de sus frutos en forma de bellota. Sin embargo, el mayor número de voces se inclina por pensar que al crecer muérdago en las ramas del roble y aquél conservar su verdor aún y cuando hayan caído las hojas del árbol, en el imaginario popular -principalmente nórdico y druídico, según lo afirmara el propio Plinio- este fenómeno habría sido atribuido a que dicha planta caía del cielo por obra divina, máxime que según la luminosidad imperante su color puede mostrar una tonalidad de resplandores dorados únicos. Ello, sin contar que su crecimiento es aéreo, sobre el árbol, y no sobre la tierra, razón por la cual habría sido el roble reconocido como árbol elegido por los dioses para dar vida y el muérdago: símbolo de la sabiduría, lo que estaría también confirmando el por qué al roble además se le vincula con la palabra y sus misterios. Por todo ello, para retirar al muérdago y a los frutos del roble los druidas empleaban instrumentos de oro y les estaba prohibido que se posara sobre la tierra, y es que eran tan grandes los poderes que se le atribuían, como los de tutelar la familia, la fertilidad, el amor, la paz y la prosperidad, que además de librar a las personas de enfermedades también les alejaba del influjo de seres malignos. De ahí que autores como Pernety hayan llegado a sostener que pudo haber sido justamente muérdago la planta divina que dio Hermes a Ulises para poder evadirse del influjo de la hechicera Circe y así continuar su viaje de retorno a Ítaca, y cuando hablamos de hechiceros, no olvidemos que si un tronco era anhelado por los alquimistas era el del roble por ser hueco y morada de las hadas y elfos.

Sí, el roble fue un árbol divino para la antigua Roma -por algo en latín “robur” es roble y fuerza- como lo fue luego para los celtas, quienes le reconocieron además los atributos de longevidad, lealtad, nobleza, honra, sabiduría y poder.

Por eso, inspirados en Virgilio, cuya rama dorada le abrió las puertas a un mundo nuevo, nuestra palabra debe ser como ella, la hija del roble: leal, sabia, poderosa, firme y noble. De ella hablaremos la próxima ocasión.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

Y dijo la Sibila a Eneas, el troyano Anquisíada: si tan grande es tu pasión por bajar al Averno “y ver dos veces los negros Tártaros … escucha qué se ha de hacer primero. Se oculta en árbol umbroso áurea rama tanto de hojas como de tallo flexible, consagrada a Juno infernal…”.

Sí, la famosa rama dorada (aureus ramus) a la que alude Virgilio en el Libro VI de su Eneida, obra cumbre de la poesía épica latina y que está asociada a uno de los cultos más antiguos de la humanidad: el culto a los árboles.

Un culto que probablemente para el hombre contemporáneo no reviste ya especial significación, pero que en la antigüedad fue de extraordinaria importancia, pues casi en todas las culturas el árbol fue dotado con atributos de sacralidad y cada una de sus especies, por alguna connotación en lo particular. Así ocurrió con la acacia en Egipto, el baobab en el África, la ceiba entre los mayas, el álamo en Mesopotamia, el ciprés y el encino en Israel, Grecia y Roma, el sándalo en Oriente, el abeto entre los nórdicos o el ahuehuete en el altiplano central y valle de Oaxaca en el México prehispánico. El árbol fue considerado fuente de vida y juventud, liga con nuestros antepasados, símbolo de amor como en el caso del laurel y de la justicia divina el fresno entre los griegos, emblema de esperanza y resurrección como el álamo, aliso, ciprés y olivo para los pueblos circunmediterráneos, hasta legar a ser concebido en la Edad Media como el “axis mundi”, el eje del mundo, centro del universo que interconectaba los tres planos: el celeste, el terrestre humano y el subterráneo.

Y es que el mundo era muy distinto al actual. Europa misma -hasta hace muy poco- estaba cubierta por una densa capa arbórea, en muchas zonas inexpugnable, y esto hacía que el hombre mantuviera una estrecha relación con este elemento fundamental de la Naturaleza, al grado que Grimm, un estudioso del tema, ha llegado a sostener que debieron ser los bosques los primeros templos de los germanos que habitaban en el continente. Ahora bien, en medio de este panorama ideológico ¿cómo interpretar el simbolismo de la “rama dorada” virgiliana?

Uno de los más grandes estudiosos de la historia de las religiones, Sir James Frazer, el autor que justamente intituló La rama dorada a su obra más importante, ha sostenido que la rama dorada pudo ser una referencia del poeta romano al árbol del roble: el quercus robur, cuyo culto fue de enorme importancia en el mundo antiguo por estar identificado como el árbol de Júpiter, probablemente por ser proclive a atraer los rayos durante las tormentas y ser el rayo símbolo de poder y de la bendición ígnea que procede del cielo. Además, por ser símbolo del linaje divino de los reyes Silvios, descendientes del héroe dardánico Eneas, que gobernaron en Alba Longa, previo a la fundación de Roma.

El color dorado, por su parte, podría haber sido explicado a partir del matiz de los primeros brotes de sus frutos en forma de bellota. Sin embargo, el mayor número de voces se inclina por pensar que al crecer muérdago en las ramas del roble y aquél conservar su verdor aún y cuando hayan caído las hojas del árbol, en el imaginario popular -principalmente nórdico y druídico, según lo afirmara el propio Plinio- este fenómeno habría sido atribuido a que dicha planta caía del cielo por obra divina, máxime que según la luminosidad imperante su color puede mostrar una tonalidad de resplandores dorados únicos. Ello, sin contar que su crecimiento es aéreo, sobre el árbol, y no sobre la tierra, razón por la cual habría sido el roble reconocido como árbol elegido por los dioses para dar vida y el muérdago: símbolo de la sabiduría, lo que estaría también confirmando el por qué al roble además se le vincula con la palabra y sus misterios. Por todo ello, para retirar al muérdago y a los frutos del roble los druidas empleaban instrumentos de oro y les estaba prohibido que se posara sobre la tierra, y es que eran tan grandes los poderes que se le atribuían, como los de tutelar la familia, la fertilidad, el amor, la paz y la prosperidad, que además de librar a las personas de enfermedades también les alejaba del influjo de seres malignos. De ahí que autores como Pernety hayan llegado a sostener que pudo haber sido justamente muérdago la planta divina que dio Hermes a Ulises para poder evadirse del influjo de la hechicera Circe y así continuar su viaje de retorno a Ítaca, y cuando hablamos de hechiceros, no olvidemos que si un tronco era anhelado por los alquimistas era el del roble por ser hueco y morada de las hadas y elfos.

Sí, el roble fue un árbol divino para la antigua Roma -por algo en latín “robur” es roble y fuerza- como lo fue luego para los celtas, quienes le reconocieron además los atributos de longevidad, lealtad, nobleza, honra, sabiduría y poder.

Por eso, inspirados en Virgilio, cuya rama dorada le abrió las puertas a un mundo nuevo, nuestra palabra debe ser como ella, la hija del roble: leal, sabia, poderosa, firme y noble. De ella hablaremos la próxima ocasión.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli