/ sábado 24 de julio de 2021

La rama dorada (II)


Sobre el poder de la palabra existe un texto clásico: “La curación por la palabra en la antigüedad clásica” de Pedro Laín Entralgo, en la que nos adentra en la psicoterapia verbal y en la importancia que para el mundo griego tuvo la palabra en la sanación de los enfermos, lo que hizo de Grecia la cultura del logos, tal y como Homero lo evidendió: de modo impetrativo como plegaria (eukhé), mágico o como conjuro (ensalmo o epodé) o de modo psicológico, ya fuera mediante la palabra “placentera” (terpnós lógos) o “sugestiva” (thelktérios lógos).

Palabra que en el mundo griego no necesariamente fue secreta -como sí lo era para las culturas semíticas- ya que prestaba un servicio social al ser un agente transformador del corazón de los hombres, como cuando Patroclo, para curar a Eurípilo, lo deleitó con palabras (éterpe lógois), contribuyendo a su cura no por alguna virtud mágica, sino por el poder persuasivo y placentero de su logos.


Por algo los protomédicos griegos fueron considerados kathartas y llamados iatromántes, como Abaris, Apis y Onomácrito además del propio dios Apolo, en tanto liberadores y purificadores de la enfermedad, siendo más tarde el orfismo elemento clave para la comprensión del logos terapéutico al ser Orfeo, descendiente apolíneo, el que purificaba a los hombres, plantas, animales y rocas con su arte. Un arte integrado por dos naturalezas: música y logos, ya que su palabra era ensálmica y lo era más que la de ninguno porque se expresaba a través del arte musical, es decir, del canto (in-cantamentum latino) o encantamiento del que abrevarían, según Píndaro, el centauro Quirón y Asclepio para curar mediante cantos durante la incubación del sueño. Y es que todo tenía un profundo sentido. Apolo, al ser dios del arte, lo era también de la medicina y para curar no sólo había otorgado a Orfeo el don de la purificación, a los hombres había dado también dos recursos: el logos del oráculo -del que la mántica extática de Delfos fue su mayor exponente- y las peanas, himnos entonados en su honor por ser el Paiéon, el dios de la sanación. De ahí los ritos de Eleusis, donde hubo develaciones, silencio y logos.


Sí, los griegos supieron ampliamente del poder de la palabra, como lo evidenció Sófocles al reconocer que en la vida era la palabra, más que la acción, la que regía; Esquilo, al equiparar su fuerza con la de una flecha y Eurípides al destacar su doble poder, al ser capaz la palabra de consolar cuando proferida pero también al ser escuchada. Pero sería Pitágoras, el gran poeta lírico órfico, quien aportara un nuevo elemento al logos: la apolínea armonía. Según su teoría, en el universo -como en el alma humana- reinaba la armonía, pero cuando ésta se desajustaba sobrevenía la desarmonía -la enfermedad en el hombre-. ¿Qué la podía restaurar? Sólo la música y el lógos armónicos.


Al paso del tiempo, Platón vinculará el poder sanador del logos con la kátharsis verbal para curar toda enfermedad del alma, tanto como la música -a través de cada uno de sus respectivos modos- haría con toda emoción irracional de ésta, lo que retomará Aristóteles al elaborar su teoría de los estados de ánimo o del ethos. Poder terapéutico dual que será extensivo a la filosofía en general como lo reconocieron Heráclito, al señalar que el principio del cosmos y del hombre, así como del mito, no era otro que la palabra y la dialéctica de la oralidad -el phármakon por excelencia- y Empédocles, al señalar que el logos podía ser medicina contra todo mal y aún frente a la muerte para todo aquél que supiera oír con fidelidad la palabra salvadora, pues como dijera Demócrito: “más fuerte para la persuasión es muchas veces la palabra que el oro”.


Sin embargo, hay un peligro y muy grande. Así como la palabra sana psique y soma, como toda medicina mal empleada, la palabra puede también envenenar, enfermar y matar, porque así como una palabra basta para infundir fuerza vital, una sola es necesaria para destruir, no sólo el alma de un individuo sino también el de toda una Nación. De ahí la enorme responsabilidad de quien ejerce el logos, sobre todo cuando lo hace desde el sitial del máximo poder.


Hoy no sólo la filosofía antigua: la ciencia nos enseña que toda palabra detona profundos procesos químicos en el cerebro humano y que los discursos de odio, al hacer de la violencia verbal praxis y expresión diaria del poder, envenenan a la moral y a la conciencia sociales porque las palabras falsas, insidiosas, hirientes, discriminadoras, instigadoras y perversas, normalizan el odio, elevan los niveles de estrés y la secreción de cortisol entre los oyentes, al detonar el sistema de alertamiento de la amígdala, provocando la reacción irracional del miedo primitivo de los miembros de una sociedad. Y cuando alguien se siente amenazado se deshumaniza y disminuye su empatía porque ve en los demás a un enemigo.


Sí, por eso hoy más que nunca, es imponderable que reconquistemos al logos empuñando la rama dorada como Eneas cuando conquistó al Averno, para que lejos de ser la palabra de odio la que prive, sea la del roble: leal, sabia, poderosa, firme, noble y, sobre todo, verdadera y profundamente humana.


Sobre el poder de la palabra existe un texto clásico: “La curación por la palabra en la antigüedad clásica” de Pedro Laín Entralgo, en la que nos adentra en la psicoterapia verbal y en la importancia que para el mundo griego tuvo la palabra en la sanación de los enfermos, lo que hizo de Grecia la cultura del logos, tal y como Homero lo evidendió: de modo impetrativo como plegaria (eukhé), mágico o como conjuro (ensalmo o epodé) o de modo psicológico, ya fuera mediante la palabra “placentera” (terpnós lógos) o “sugestiva” (thelktérios lógos).

Palabra que en el mundo griego no necesariamente fue secreta -como sí lo era para las culturas semíticas- ya que prestaba un servicio social al ser un agente transformador del corazón de los hombres, como cuando Patroclo, para curar a Eurípilo, lo deleitó con palabras (éterpe lógois), contribuyendo a su cura no por alguna virtud mágica, sino por el poder persuasivo y placentero de su logos.


Por algo los protomédicos griegos fueron considerados kathartas y llamados iatromántes, como Abaris, Apis y Onomácrito además del propio dios Apolo, en tanto liberadores y purificadores de la enfermedad, siendo más tarde el orfismo elemento clave para la comprensión del logos terapéutico al ser Orfeo, descendiente apolíneo, el que purificaba a los hombres, plantas, animales y rocas con su arte. Un arte integrado por dos naturalezas: música y logos, ya que su palabra era ensálmica y lo era más que la de ninguno porque se expresaba a través del arte musical, es decir, del canto (in-cantamentum latino) o encantamiento del que abrevarían, según Píndaro, el centauro Quirón y Asclepio para curar mediante cantos durante la incubación del sueño. Y es que todo tenía un profundo sentido. Apolo, al ser dios del arte, lo era también de la medicina y para curar no sólo había otorgado a Orfeo el don de la purificación, a los hombres había dado también dos recursos: el logos del oráculo -del que la mántica extática de Delfos fue su mayor exponente- y las peanas, himnos entonados en su honor por ser el Paiéon, el dios de la sanación. De ahí los ritos de Eleusis, donde hubo develaciones, silencio y logos.


Sí, los griegos supieron ampliamente del poder de la palabra, como lo evidenció Sófocles al reconocer que en la vida era la palabra, más que la acción, la que regía; Esquilo, al equiparar su fuerza con la de una flecha y Eurípides al destacar su doble poder, al ser capaz la palabra de consolar cuando proferida pero también al ser escuchada. Pero sería Pitágoras, el gran poeta lírico órfico, quien aportara un nuevo elemento al logos: la apolínea armonía. Según su teoría, en el universo -como en el alma humana- reinaba la armonía, pero cuando ésta se desajustaba sobrevenía la desarmonía -la enfermedad en el hombre-. ¿Qué la podía restaurar? Sólo la música y el lógos armónicos.


Al paso del tiempo, Platón vinculará el poder sanador del logos con la kátharsis verbal para curar toda enfermedad del alma, tanto como la música -a través de cada uno de sus respectivos modos- haría con toda emoción irracional de ésta, lo que retomará Aristóteles al elaborar su teoría de los estados de ánimo o del ethos. Poder terapéutico dual que será extensivo a la filosofía en general como lo reconocieron Heráclito, al señalar que el principio del cosmos y del hombre, así como del mito, no era otro que la palabra y la dialéctica de la oralidad -el phármakon por excelencia- y Empédocles, al señalar que el logos podía ser medicina contra todo mal y aún frente a la muerte para todo aquél que supiera oír con fidelidad la palabra salvadora, pues como dijera Demócrito: “más fuerte para la persuasión es muchas veces la palabra que el oro”.


Sin embargo, hay un peligro y muy grande. Así como la palabra sana psique y soma, como toda medicina mal empleada, la palabra puede también envenenar, enfermar y matar, porque así como una palabra basta para infundir fuerza vital, una sola es necesaria para destruir, no sólo el alma de un individuo sino también el de toda una Nación. De ahí la enorme responsabilidad de quien ejerce el logos, sobre todo cuando lo hace desde el sitial del máximo poder.


Hoy no sólo la filosofía antigua: la ciencia nos enseña que toda palabra detona profundos procesos químicos en el cerebro humano y que los discursos de odio, al hacer de la violencia verbal praxis y expresión diaria del poder, envenenan a la moral y a la conciencia sociales porque las palabras falsas, insidiosas, hirientes, discriminadoras, instigadoras y perversas, normalizan el odio, elevan los niveles de estrés y la secreción de cortisol entre los oyentes, al detonar el sistema de alertamiento de la amígdala, provocando la reacción irracional del miedo primitivo de los miembros de una sociedad. Y cuando alguien se siente amenazado se deshumaniza y disminuye su empatía porque ve en los demás a un enemigo.


Sí, por eso hoy más que nunca, es imponderable que reconquistemos al logos empuñando la rama dorada como Eneas cuando conquistó al Averno, para que lejos de ser la palabra de odio la que prive, sea la del roble: leal, sabia, poderosa, firme, noble y, sobre todo, verdadera y profundamente humana.