/ sábado 17 de octubre de 2020

Logofobia y secuestro de la historia

La historia es el producto más peligroso...

Hace soñar, embriaga a los pueblos,

engendra en ellos falsa memoria, exagera sus reflejos,

mantiene viejas llagas, los atormenta en el reposo,

los conduce al delirio de grandezas o al de persecuciones,

y vuelve a las naciones amargas, soberbias,

insoportables y vanas.

Paul Valery


“¿Qué hay de tan peligroso en el hecho de que la gente hable y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro?” pregunta Michel Foucault en su obra El orden del discurso, y él mismo responde: en la producción del discurso social, porque “uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa”: una cosa es que el derecho a la libre expresión esté consagrado en la Ley Fundamental y otra, que este derecho sea realmente respetado en la vida social, empezando por los órganos del poder.

De acuerdo con Foucault, existe en todo discurso una “malla” integrada por el tabú del objeto, el ritual de la circunstancia y el derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla. Malla cerrada en el discurso político por el poder que éste contiene, al ser no sólo un vehículo sino el objeto mismo del deseo. Algo que ya los griegos habían advertido, al reconocer que existía en todo hombre una voluntad de verdad, de saber y de adueñarse del discurso, en la medida que el discurso verdadero despertaba respeto pero también terror al “profetizar” el porvenir. Voluntad que, hacia los siglos XVI y XVII, hubo de conducir externamente al hombre a prescribir el nivel técnico que deberían adoptar los conocimientos para ser verificables y útiles, además de valorados, distribuidos y atribuidos social e institucionalmente.

Por otra parte, subsisten al interior de todo discurso ciertos procedimientos de autocontrol. Unos son los que llaman “conjuntos ritualizados” que se recitan según circunstancias bien determinadas. Discursos que se dicen y desaparecen y discursos que se dicen, permanecen y de los que falta por decir, como sucede con los textos religiosos, jurídicos, científicos, literarios y, ante todo, políticos, en los cuales lo que está por decirse,

es lo que desentraña aquello que está “allá lejos”. Otro es el autor, “unidad y origen” de las significaciones discursivas, quien para hablar debe estar “en la verdad” socialmente aceptada. Otro más, deriva de que el discurso se adapte a las reglas coactivas de la “policía” social discursiva, de las cuales la forma más superficial es el ritual de gestos, actitudes y circunstancias: la “puesta en escena” que le acompaña. El último, la adecuación social del discurso: forma política por la que éste se mantiene o modifica de acuerdo al saber y poder que implica. De ahí que los diversos sistemas, como los señalados, no sean sino ritualizaciones del habla o formas de sumisión del discurso. Conjunto de discursividades que dan origen a la logofobia cuando lo dicho y anunciado es violento, discontinuo, desordenado y peligroso: miedo al discurso, a la palabra, porque sin importar quién los emita, su efecto puede ser altamente desestabilizador, sobre todo para el poder, ya que si una palabra basta para crear, una sola puede también destruir.

Los anteriores, planteamientos que sostuvo Foucault en 1970, pero que 50 años después confirman y reafirman la realidad, tal y como lo constamos cada mañana cuando, desde el poder, la comunicación suprema recurre obsesiva y distímicamente a la palabra como arma logofóbica, que ha hecho del exudénosis (desprecio) eje rector de su discursividad en contra de todo discurso crítico por considerarlo disruptivo; de todo discurso que cimbre al ritual establecido; de todo discurso que confronte y desnude la política adoptada; de todo discurso que se atreva a cuestionar y condenar las decisiones del poder y, en vez de someterse a éste, devenga en “subversivo”, “desleal” y “traicionero” a sus ojos.

Discursividad del poder que, a la par, se ha apuntalado a partir de la reconstrucción de una visión histórica maniquea como parte vital de su ritual discursivo: “hombres ilustres mexicanos e inicuos imperialistas extranjeros”, como apuntaría Luis González. Interpretación a modo que secuestra la historia que se reitera una y otra vez, sirviéndose de ella en busca de legitimación de la causa, discriminando y adecuando los hechos pretéritos a conveniencia del interés político, elaborando con ello una nueva historia orgánica, sesgada y aviesa.

Lo paradójico de este ejercicio de poder, es que se olvida que la Historia no la hace ni determina una pluma y mucho menos el poder. La Historia se escribe a sí misma, más allá de sus actores, de las filias y fobias y, sobre todo, de sus autores. Por algo Antonio Alatorre declaró al nacionalismo instrumento de manipulación, con el que los gobiernos acallan las voces de la Nación con el estruendo del himno nacional.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli


La historia es el producto más peligroso...

Hace soñar, embriaga a los pueblos,

engendra en ellos falsa memoria, exagera sus reflejos,

mantiene viejas llagas, los atormenta en el reposo,

los conduce al delirio de grandezas o al de persecuciones,

y vuelve a las naciones amargas, soberbias,

insoportables y vanas.

Paul Valery


“¿Qué hay de tan peligroso en el hecho de que la gente hable y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro?” pregunta Michel Foucault en su obra El orden del discurso, y él mismo responde: en la producción del discurso social, porque “uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa”: una cosa es que el derecho a la libre expresión esté consagrado en la Ley Fundamental y otra, que este derecho sea realmente respetado en la vida social, empezando por los órganos del poder.

De acuerdo con Foucault, existe en todo discurso una “malla” integrada por el tabú del objeto, el ritual de la circunstancia y el derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla. Malla cerrada en el discurso político por el poder que éste contiene, al ser no sólo un vehículo sino el objeto mismo del deseo. Algo que ya los griegos habían advertido, al reconocer que existía en todo hombre una voluntad de verdad, de saber y de adueñarse del discurso, en la medida que el discurso verdadero despertaba respeto pero también terror al “profetizar” el porvenir. Voluntad que, hacia los siglos XVI y XVII, hubo de conducir externamente al hombre a prescribir el nivel técnico que deberían adoptar los conocimientos para ser verificables y útiles, además de valorados, distribuidos y atribuidos social e institucionalmente.

Por otra parte, subsisten al interior de todo discurso ciertos procedimientos de autocontrol. Unos son los que llaman “conjuntos ritualizados” que se recitan según circunstancias bien determinadas. Discursos que se dicen y desaparecen y discursos que se dicen, permanecen y de los que falta por decir, como sucede con los textos religiosos, jurídicos, científicos, literarios y, ante todo, políticos, en los cuales lo que está por decirse,

es lo que desentraña aquello que está “allá lejos”. Otro es el autor, “unidad y origen” de las significaciones discursivas, quien para hablar debe estar “en la verdad” socialmente aceptada. Otro más, deriva de que el discurso se adapte a las reglas coactivas de la “policía” social discursiva, de las cuales la forma más superficial es el ritual de gestos, actitudes y circunstancias: la “puesta en escena” que le acompaña. El último, la adecuación social del discurso: forma política por la que éste se mantiene o modifica de acuerdo al saber y poder que implica. De ahí que los diversos sistemas, como los señalados, no sean sino ritualizaciones del habla o formas de sumisión del discurso. Conjunto de discursividades que dan origen a la logofobia cuando lo dicho y anunciado es violento, discontinuo, desordenado y peligroso: miedo al discurso, a la palabra, porque sin importar quién los emita, su efecto puede ser altamente desestabilizador, sobre todo para el poder, ya que si una palabra basta para crear, una sola puede también destruir.

Los anteriores, planteamientos que sostuvo Foucault en 1970, pero que 50 años después confirman y reafirman la realidad, tal y como lo constamos cada mañana cuando, desde el poder, la comunicación suprema recurre obsesiva y distímicamente a la palabra como arma logofóbica, que ha hecho del exudénosis (desprecio) eje rector de su discursividad en contra de todo discurso crítico por considerarlo disruptivo; de todo discurso que cimbre al ritual establecido; de todo discurso que confronte y desnude la política adoptada; de todo discurso que se atreva a cuestionar y condenar las decisiones del poder y, en vez de someterse a éste, devenga en “subversivo”, “desleal” y “traicionero” a sus ojos.

Discursividad del poder que, a la par, se ha apuntalado a partir de la reconstrucción de una visión histórica maniquea como parte vital de su ritual discursivo: “hombres ilustres mexicanos e inicuos imperialistas extranjeros”, como apuntaría Luis González. Interpretación a modo que secuestra la historia que se reitera una y otra vez, sirviéndose de ella en busca de legitimación de la causa, discriminando y adecuando los hechos pretéritos a conveniencia del interés político, elaborando con ello una nueva historia orgánica, sesgada y aviesa.

Lo paradójico de este ejercicio de poder, es que se olvida que la Historia no la hace ni determina una pluma y mucho menos el poder. La Historia se escribe a sí misma, más allá de sus actores, de las filias y fobias y, sobre todo, de sus autores. Por algo Antonio Alatorre declaró al nacionalismo instrumento de manipulación, con el que los gobiernos acallan las voces de la Nación con el estruendo del himno nacional.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli