/ sábado 29 de mayo de 2021

Poder, dolor, veneno y totalitarismo

Cuanto mayor es el poder,

más peligroso el abuso.

Edmund Burke


Hobbes lo dijo en el siglo XVII: la ética debe desaparecer en favor de la práctica del poder, porque ante la naturaleza el hombre está indefenso. Sin embargo, posee un poder más allá del espacio natural que es de origen humano: el Estado, y si se somete a éste y a su ley, puede evadirse de los peligros inherentes al estado de naturaleza. Es el gran Leviatán, el gran Poder absoluto, que cobija y somete al hombre que quiere poder y que pacta con otros su sometimiento: el poder soberano que será tan grande como sean capaces los hombres de hacerlo.

Un siglo después, hubo otro filósofo que descubrió un nuevo elemento para intentar comprender al poder: el dolor que subyace a éste. El pensador que así lo entendió fue Schopenhauer, para quien el verdadero motor de la vida es el dolor. Dolor que siente el hombre cuando no logra algo, pero dolor también que se produce cuando, una vez conseguido el objeto del deseo y neutralizado con ello el dolor, éste renace al revivir el deseo, fruto de una insatisfacción que se torna cada vez mayor, como la sed de quien bebe agua del mar, de tal modo que no es posible huir del dolor porque es el elemento común de todo ser vivo. Podrán paliarlo la filosofía y la música, pero si un ser lucha por evadirse del dolor, cuando éste de nueva cuenta aparezca, lo destruirá. Por algo postuló: “querer es sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor”. Aún así, ¿habrá algo que lo logre conjurar? Sólo una cosa: la renuncia al deseo, la abdicación a la voluntad de conseguir lo anhelado, el nihilismo, la nada.

Postulados que retomará Nietzsche, su fiel seguidor, quien en vez de plantearse la substracción del dolor, visualizará la posibilidad de que el propio dolor triunfe a partir de la transvaloración o creación de nuevos valores, distintos a los tradicionales, derivados de una nueva moral: ascética, templada y equitativa, fincada en la “voluntad de poder”, forma primitiva del poder mismo. No otra, que el “amor por el poder”, el poder que al consolidarse desdeña hasta el agradar, al transfigurarse en el “demonio de la dominación”, nietzscheanamente hablando. Sí, “voluntad de poder” que es el “eterno retorno” del deseo de dominar, de transformar, de poseer, de disponer, de la misma forma como al amar se busca hacer al amado a imagen y semejanza, hasta el grado de hacerlo renunciar a sí mismo. Incondicionalidad y exclusividad amorosas que, a juicio del filósofo, se funden en la naturaleza propia del poder, del que el amor es una de sus principales manifestaciones. Por algo en Así hablaba Zaratustra (un libro para todos y nadie) sostuvo: en donde hallé seres vivos, encontré voluntad de poder, porque el deseo de poder es inherente también a ciertas naturalezas humanas, que por su finitud se repiten una y otra vez, ahistóricamente, dentro del devenir que implica ese “eterno retorno” al ser, o como dijo Baudelaire en sus “Flores del mal”, como “el veneno del poder que enerva al déspota”.

En 1922, Max Weber vincula al poder, en tanto imposición de la propia voluntad dentro de una relación social “aún contra toda resistencia”, con los conceptos de dominación como obediencia y disciplina, pero fue Hanna Arendt, en pleno siglo XX, quien alumbró con nuevas luces el sendero que conduciría a la humanidad hacia la esencia del poder como génesis de lo político y de la banalidad del mal. Poder que se perpetúa cuando cuenta con el consenso de los gobernados y que desaparece cuando sobreviene la violencia y la coerción que proceden de una tiranía: grado máximo de la violencia y grado mínimo del poder. De ahí su objeto de estudio: el totalitarismo. No el de las críticas al fascismo y que inspira a Mussolini en el Stato totalitario, sino el de la fase final del nazismo y del stalinismo. Un totalitarismo basado en el terror, la crueldad, la imposición de una verdad oficial (sobre todo histórica) y en el dolor de los gobernados. Producto de la psicopatía política y del discurso tendencioso, impregnado de odio social, con el que perversamente se fanatiza y somete a los futuros electores, alienándolos, objetivizándolos, pulverizando sus derechos, en aras de un falso colectivismo cifrado en una masa despersonalizada sobre la que impera un Estado monolítico, comandado por un líder que concentra todo el poder sin contrapesos de ningún tipo.

Se podrá pensar que el totalitarismo es cosa del pasado, propia de los tiranos de la Grecia arcaica. Nada más lejos de la verdad. Hoy en día existen formas mucho más sofisticadas que permiten controlar el poder, producir el dolor, violar los derechos humanos, imponer una verdad y causar pasivamente, gota a gota, el genocidio. Por algo Arendt sentenció: “el totalitarismo difiere esencialmente de otras formas de opresión política que nos son conocidas, como el despotismo, la tiranía y la dictadura. Ahí donde se alzó el poder desarrolló instituciones políticas enteramente nuevas y destruyó todas las tradiciones sociales, legales y políticas del país”. Ninguno tenemos derecho a olvidarlo.



bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

Cuanto mayor es el poder,

más peligroso el abuso.

Edmund Burke


Hobbes lo dijo en el siglo XVII: la ética debe desaparecer en favor de la práctica del poder, porque ante la naturaleza el hombre está indefenso. Sin embargo, posee un poder más allá del espacio natural que es de origen humano: el Estado, y si se somete a éste y a su ley, puede evadirse de los peligros inherentes al estado de naturaleza. Es el gran Leviatán, el gran Poder absoluto, que cobija y somete al hombre que quiere poder y que pacta con otros su sometimiento: el poder soberano que será tan grande como sean capaces los hombres de hacerlo.

Un siglo después, hubo otro filósofo que descubrió un nuevo elemento para intentar comprender al poder: el dolor que subyace a éste. El pensador que así lo entendió fue Schopenhauer, para quien el verdadero motor de la vida es el dolor. Dolor que siente el hombre cuando no logra algo, pero dolor también que se produce cuando, una vez conseguido el objeto del deseo y neutralizado con ello el dolor, éste renace al revivir el deseo, fruto de una insatisfacción que se torna cada vez mayor, como la sed de quien bebe agua del mar, de tal modo que no es posible huir del dolor porque es el elemento común de todo ser vivo. Podrán paliarlo la filosofía y la música, pero si un ser lucha por evadirse del dolor, cuando éste de nueva cuenta aparezca, lo destruirá. Por algo postuló: “querer es sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor”. Aún así, ¿habrá algo que lo logre conjurar? Sólo una cosa: la renuncia al deseo, la abdicación a la voluntad de conseguir lo anhelado, el nihilismo, la nada.

Postulados que retomará Nietzsche, su fiel seguidor, quien en vez de plantearse la substracción del dolor, visualizará la posibilidad de que el propio dolor triunfe a partir de la transvaloración o creación de nuevos valores, distintos a los tradicionales, derivados de una nueva moral: ascética, templada y equitativa, fincada en la “voluntad de poder”, forma primitiva del poder mismo. No otra, que el “amor por el poder”, el poder que al consolidarse desdeña hasta el agradar, al transfigurarse en el “demonio de la dominación”, nietzscheanamente hablando. Sí, “voluntad de poder” que es el “eterno retorno” del deseo de dominar, de transformar, de poseer, de disponer, de la misma forma como al amar se busca hacer al amado a imagen y semejanza, hasta el grado de hacerlo renunciar a sí mismo. Incondicionalidad y exclusividad amorosas que, a juicio del filósofo, se funden en la naturaleza propia del poder, del que el amor es una de sus principales manifestaciones. Por algo en Así hablaba Zaratustra (un libro para todos y nadie) sostuvo: en donde hallé seres vivos, encontré voluntad de poder, porque el deseo de poder es inherente también a ciertas naturalezas humanas, que por su finitud se repiten una y otra vez, ahistóricamente, dentro del devenir que implica ese “eterno retorno” al ser, o como dijo Baudelaire en sus “Flores del mal”, como “el veneno del poder que enerva al déspota”.

En 1922, Max Weber vincula al poder, en tanto imposición de la propia voluntad dentro de una relación social “aún contra toda resistencia”, con los conceptos de dominación como obediencia y disciplina, pero fue Hanna Arendt, en pleno siglo XX, quien alumbró con nuevas luces el sendero que conduciría a la humanidad hacia la esencia del poder como génesis de lo político y de la banalidad del mal. Poder que se perpetúa cuando cuenta con el consenso de los gobernados y que desaparece cuando sobreviene la violencia y la coerción que proceden de una tiranía: grado máximo de la violencia y grado mínimo del poder. De ahí su objeto de estudio: el totalitarismo. No el de las críticas al fascismo y que inspira a Mussolini en el Stato totalitario, sino el de la fase final del nazismo y del stalinismo. Un totalitarismo basado en el terror, la crueldad, la imposición de una verdad oficial (sobre todo histórica) y en el dolor de los gobernados. Producto de la psicopatía política y del discurso tendencioso, impregnado de odio social, con el que perversamente se fanatiza y somete a los futuros electores, alienándolos, objetivizándolos, pulverizando sus derechos, en aras de un falso colectivismo cifrado en una masa despersonalizada sobre la que impera un Estado monolítico, comandado por un líder que concentra todo el poder sin contrapesos de ningún tipo.

Se podrá pensar que el totalitarismo es cosa del pasado, propia de los tiranos de la Grecia arcaica. Nada más lejos de la verdad. Hoy en día existen formas mucho más sofisticadas que permiten controlar el poder, producir el dolor, violar los derechos humanos, imponer una verdad y causar pasivamente, gota a gota, el genocidio. Por algo Arendt sentenció: “el totalitarismo difiere esencialmente de otras formas de opresión política que nos son conocidas, como el despotismo, la tiranía y la dictadura. Ahí donde se alzó el poder desarrolló instituciones políticas enteramente nuevas y destruyó todas las tradiciones sociales, legales y políticas del país”. Ninguno tenemos derecho a olvidarlo.



bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli