“La herencia de la democracia merece voces nuevas, merece transformarse, merece entenderse”.
No es para nada lejana la idea de comenzar una nueva historia (política) para nuestro Municipio, Estado y País, pero ¿qué hacer? Parece que todo gira en cuestión a lo mismo: los mismos políticos tradicionales o aquellos que prestan su total disposición y lealtad bajo el mismo corte de formación política, persistiendo del tiraje convencional de la vieja política y sus prácticas, persiguiendo la misma línea, la obediencia ciega, limitando la causa benefactora (social) que enciende la antorcha de la democracia, a cambio del cumplimiento de quién realmente ostenta el poder, recordando un poco a Maquiavelo (el Viejo Nico), en la forma de constituir los diferentes tipos de principados, citándolo:
“Si un príncipe se establece por otros medios, su poder siempre será limitado”, al interpretarlo (avanzando sin hundirme en arenas movedizas) quienes llegan a un cargo de representación popular se deben a un “amo” (partido o actor político) que limita considerablemente el accionar, la propia ideología, la opinión pública estableciéndose por encima de los valores axiológicos de una democracia, hasta desconocerla y encontrarla cada tres años o seis.
Partiendo de esa idea, además, de moderar la intención verdadera de cultivar el debate de la ideas y no ser un lastre de las buenas costumbres y el libre pensamiento, también es importante mencionar a los partidos políticos tradicionales (sin detallar sus obligaciones constitucionales que poco mencionan, por ejemplo: promover la participación del pueblo en la vida democrática, cuestionaría qué hacen para esa promoción), aunque se traten de partidos de más de medio siglo de vida (PRI, PAN, PRD) y de los que han emergido por periodos breves u otros que levantan y ondean la bandera de lo nuevo (MC) pero las prácticas son iguales o peores a la de los viejos partidos, sirviendo a políticos que no obteniendo un espacio o un lugar en los partidos donde comenzaron emigran a los “nuevos partidos” y la vieja costumbre nunca termina.
De lo anterior, se obtienen políticos que sirven a los intereses de quienes los acomodaron (partido o actor político tradicional) teniendo una ferviente obediencia hacia las causas particulares de ese grupo, persona o partido y de la forma de mantenerse en el poder por años, aludiendo a la democracia y sus pragmáticas fuentes electoreras, pero si son los mismos grupos y partidos los que eligen a los candidatos quienes toman las decisiones y los imponen a la sociedad ¿dónde queda la participación del pueblo en la vida democrática? Los resultados de lo anterior es una política mediocre, ineficiente, incongruente, desinteresada, corrupta y demagoga (agréguenle los calificativos que quieran), porque lo que se busca es mantenerse en el poder no distribuirlo.
Difícilmente puede lograrse un cambio sin un peso que no contribuya el desajuste de la balanza política y democrática, sin tener un conocimiento de lo qué se hace y se deja de hacer, como mencionaba Sartori en su obra “Las 30 lecciones de la democracia” si no se observa el movimiento ascendente, de trasmisión de poder del pueblo hacia el vértice de un sistema democrático, y después un movimiento descendente del poder del gobierno sobre el pueblo, el poder del pueblo poco tiene que ver con el pueblo y la democracia camina con pies de barro.
Por ello, el papel de la juventud es fundamental para comenzar a ser vigilantes de la democracia, de despertar para cambiar, de participar en la vida democrática sin creer como Ptolomeo que todo gira sobre de ellos, pues la democracia es para mejorar las condiciones de vida para las próximas generaciones y entender que la democracia gira alrededor de un todo y no de unos cuantos, que haya más Galileos. Los jóvenes deben instruirse en una participación colectiva y entender su función de vigilar los esquemas presentados de alzar la voz y la mano para participar, pues de ellos depende la herencia democrática y de una libertad con responsabilidades.