/ domingo 2 de mayo de 2021

Víctor Hugo y el derecho autoral (I)


Los orígenes de la propiedad intelectual y del derecho de autor se remontan a la Antigüedad Clásica. Se sabe que en Roma, Tito Pomponio Ático editó las obras de Cicerón, en tanto que a las afueras del Foro se ubicaban los subrostani para “vender” el registro de los debates ocurridos en el Senado romano. No obstante, fue hasta la época moderna que la regulación jurídica en materia autoral propiamente se gestó, sobre todo a raíz del nacimiento de la imprenta que detonó el inicio del otorgamiento de privilegios a los impresores, tales como el derecho exclusivo de edición y comercio de las obras que publicaran por primera vez.

Priviliegios o licencias que los monarcas concedieron, en pleno goce de sus poderes, como “favor” especial para la explotación de las obras bajo ciertas condiciones y determinado tiempo y que, al paso del tiempo, se extendieron desde el campo autoral al de los inventos. Por lo que hace a la edición musical, una de las primeras imprentas con caracteres móviles fue diseñada por Octaviano Petrucchi de Fossombrona a finales del siglo XV, quien obtuvo primero de la República de Venecia y posteriormente del Papa León X el privilegio único para imprimir música durante veinte años en toda la Cristiandad. Lo lamentable para la música impresa fue que mientras el comercio de obras literarias se incrementaba, el de las musicales comenzó a declinar, razón que influyó para que sólo hasta 1786 hubiera alguna disposición legal sobre esta materia. Siglo este último en el que se produjeron nuevos avances de tutela jurídica.

El primer país en reconocer con mayor formalidad los derechos del autor fue Inglaterra, que sancionó en 1709 el bill por el cual quedó establecido que el copyright de los autores o concesionarios tendría una duración de catorce años -renovables- a partir de la primera publicación. Francia, por su parte, destacó al incorporar los derechos por interpretación de obras musicales en los reglamentos especiales de los teatros, el primero de ellos expedido en 1713 para el Teatro de la Ópera de París. Reglamento que fue reformado en diversas ocasiones hasta que se reconoció el derecho de edición y ejecución de los autores musicales, indicándose que no se otorgarían privilegios a los editores si antes no mediaba un convenio entre ellos y el compositor. En 1777, a su vez, por decreto real fueron otorgados “ciertos privilegios a favor de los autores”, lo que fortaleció el avance de una incipiente legislación autoral, ya que a partir de entonces las concesiones reales otorgaron el derecho perpetuo del autor sobre su obra siempre que el privilegio y el derecho de comerciar hubieran sido concedidos al mismo nombre. Pero el antiguo régimen no tardaría en ser transformado. La Revolución Francesa abolió los privilegios. El camino se abriría ahora para que los autores pudieran aspirar a gozar de un régimen de “libre reproducción de las obras de arte”. Esto lo hizo posible una sentencia de la Corte de Casación del año XI al estipular la diferencia entre los tradicionales privilegios feudales y los privilegios concedidos a editores e impresores, tomando como base el derecho de la propiedad del autor en tanto “indemnización legítima de su trabajo” y su precio, un obsequio otorgado por la propia sociedad

En 1791, el diputado Chapelier presentó a la Convención un decreto por el que favorecía a los autores dramáticos sobre los actores. Tanto él como el diputado Lakanal sostenían que la propiedad inherente a un ser humano era la artística por derivar de la personalidad del autor, lo que se tradujo en el decreto que por primera vez reconoció “el derecho de representación”. Dos años después, la Convención publicó en 1793 un nuevo decreto por el que reconoció la propiedad “literaria y artística”, considerando el trabajo del autor y determinando que este derecho era “más legítimo y más sagrado que el de la propiedad de las cosas”.

Durante la Restauración se pretendió extender la duración del derecho de autor: Lamartine fue uno de los principales impulsores por su perpetuidad. Paralelamente, la base para establecer los derechos de autor de obras musicales y plásticas fueron los reglamentos interiores de corporaciones o asociaciones de artistas. Más tarde, aparecieron dos nuevas leyes relativas a reproducciones fonéticas de obras musicales: la primera, en 1866, que declaró lícita toda reproducción de esta especie. La segunda, en noviembre de 1917, que consideró delito penal toda falsificación de reproducciones no autorizadas por medio de instrumentos mecánicos, quedando exceptuadas las cajas de música pequeñas y las reproducciones hechas antes de dicha ley. Reconceptualización del derecho de autor en el que influyó el pensamiento de escritores como Fichte, Diderot y Voltaire.

Sin embargo, faltaba un hombre: Victor Hugo, que no sólo promovió el trascedental Convenio de Berna (1886), se convirtió en el mayor defensor que ha habido de la protección de los derechos de autor a nivel mundial.


bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli


Los orígenes de la propiedad intelectual y del derecho de autor se remontan a la Antigüedad Clásica. Se sabe que en Roma, Tito Pomponio Ático editó las obras de Cicerón, en tanto que a las afueras del Foro se ubicaban los subrostani para “vender” el registro de los debates ocurridos en el Senado romano. No obstante, fue hasta la época moderna que la regulación jurídica en materia autoral propiamente se gestó, sobre todo a raíz del nacimiento de la imprenta que detonó el inicio del otorgamiento de privilegios a los impresores, tales como el derecho exclusivo de edición y comercio de las obras que publicaran por primera vez.

Priviliegios o licencias que los monarcas concedieron, en pleno goce de sus poderes, como “favor” especial para la explotación de las obras bajo ciertas condiciones y determinado tiempo y que, al paso del tiempo, se extendieron desde el campo autoral al de los inventos. Por lo que hace a la edición musical, una de las primeras imprentas con caracteres móviles fue diseñada por Octaviano Petrucchi de Fossombrona a finales del siglo XV, quien obtuvo primero de la República de Venecia y posteriormente del Papa León X el privilegio único para imprimir música durante veinte años en toda la Cristiandad. Lo lamentable para la música impresa fue que mientras el comercio de obras literarias se incrementaba, el de las musicales comenzó a declinar, razón que influyó para que sólo hasta 1786 hubiera alguna disposición legal sobre esta materia. Siglo este último en el que se produjeron nuevos avances de tutela jurídica.

El primer país en reconocer con mayor formalidad los derechos del autor fue Inglaterra, que sancionó en 1709 el bill por el cual quedó establecido que el copyright de los autores o concesionarios tendría una duración de catorce años -renovables- a partir de la primera publicación. Francia, por su parte, destacó al incorporar los derechos por interpretación de obras musicales en los reglamentos especiales de los teatros, el primero de ellos expedido en 1713 para el Teatro de la Ópera de París. Reglamento que fue reformado en diversas ocasiones hasta que se reconoció el derecho de edición y ejecución de los autores musicales, indicándose que no se otorgarían privilegios a los editores si antes no mediaba un convenio entre ellos y el compositor. En 1777, a su vez, por decreto real fueron otorgados “ciertos privilegios a favor de los autores”, lo que fortaleció el avance de una incipiente legislación autoral, ya que a partir de entonces las concesiones reales otorgaron el derecho perpetuo del autor sobre su obra siempre que el privilegio y el derecho de comerciar hubieran sido concedidos al mismo nombre. Pero el antiguo régimen no tardaría en ser transformado. La Revolución Francesa abolió los privilegios. El camino se abriría ahora para que los autores pudieran aspirar a gozar de un régimen de “libre reproducción de las obras de arte”. Esto lo hizo posible una sentencia de la Corte de Casación del año XI al estipular la diferencia entre los tradicionales privilegios feudales y los privilegios concedidos a editores e impresores, tomando como base el derecho de la propiedad del autor en tanto “indemnización legítima de su trabajo” y su precio, un obsequio otorgado por la propia sociedad

En 1791, el diputado Chapelier presentó a la Convención un decreto por el que favorecía a los autores dramáticos sobre los actores. Tanto él como el diputado Lakanal sostenían que la propiedad inherente a un ser humano era la artística por derivar de la personalidad del autor, lo que se tradujo en el decreto que por primera vez reconoció “el derecho de representación”. Dos años después, la Convención publicó en 1793 un nuevo decreto por el que reconoció la propiedad “literaria y artística”, considerando el trabajo del autor y determinando que este derecho era “más legítimo y más sagrado que el de la propiedad de las cosas”.

Durante la Restauración se pretendió extender la duración del derecho de autor: Lamartine fue uno de los principales impulsores por su perpetuidad. Paralelamente, la base para establecer los derechos de autor de obras musicales y plásticas fueron los reglamentos interiores de corporaciones o asociaciones de artistas. Más tarde, aparecieron dos nuevas leyes relativas a reproducciones fonéticas de obras musicales: la primera, en 1866, que declaró lícita toda reproducción de esta especie. La segunda, en noviembre de 1917, que consideró delito penal toda falsificación de reproducciones no autorizadas por medio de instrumentos mecánicos, quedando exceptuadas las cajas de música pequeñas y las reproducciones hechas antes de dicha ley. Reconceptualización del derecho de autor en el que influyó el pensamiento de escritores como Fichte, Diderot y Voltaire.

Sin embargo, faltaba un hombre: Victor Hugo, que no sólo promovió el trascedental Convenio de Berna (1886), se convirtió en el mayor defensor que ha habido de la protección de los derechos de autor a nivel mundial.


bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli