/ domingo 19 de diciembre de 2021

¡Yo soy Calígula!

“Durante los dos primeros años gobernó con gran elevación de ánimo, y por su moderación y benevolencia conquistó popularidad tanto entre los romanos como entre los súbditos del exterior. Pero, poco después, ensoberbecido, dejó de portarse humanamente” (Flavio Josefo, Antigüedades Judías). “En el octavo mes, una grave enfermedad hizo presa en Cayo”, quien modificó su vida saludable en una de extravagancia (Filón de Alejandría, Embajada ante Cayo). Pero nadie lo describió con mayor dureza que Suetonio Tranquilo: “… hasta aquí he hablado de un príncipe, ahora hablaré de un monstruo” (Calígula, Vida de los Césares).

Sí, estos grandes escritores de la antigüedad nos hablan del tercer emperador romano, que gobernó entre 37 y 41 d.C.: Cayo César Augusto Germánico, mejor conocido por su agnomen: Calígula. Llamado así por la calige, la bota militar que usaba cuando de niño vivía entre los legionarios romanos. Dos mil años han transcurrido desde entonces y aún hoy escuchar su nombre electriza, pero más allá de todos los calificativos que merecería por lo atroz de sus actos, destacando entre los más suaves el llamarlo criminal depravado, sanguinario, bipolar, sádico, sanguinario, hay uno que clínicamente lo identifica con mayor objetividad: psicópata.

Su proclamación fue aclamada por el pueblo romano, que le guardaba gran cariño como descendiente de Germánico y Tiberio. Sin embargo, esto cambió radicalmente a partir del tercer año, cuando Calígula se quitó la máscara de “principes” y dejó al desnudo su esencia monstril. Se asumió superior a todo monarca del orbe; se dijo de esencia divina y ordenó retirar de las estatuas de Júpiter sus cabezas para colocar la suya; en los documentos se le denominaba “Jupiter Latiaris” y, a similitud del Júpiter “Óptimo y Máximo”, se hizo llamar “Optimus Maximus Caesar”, el Máximo César y “adelfos” (hermano) de Júpiter. Además, para su deificación en el Templo de Venus colocó una estatua suya, ordenando se le rindiera el mismo culto que antes se le daba a la diosa venusina. Cometió incesto con todas sus hermanas, particularmente con Drusila; denigró a los miembros del Senado; persiguió y castigó a los que no estaban de acuerdo con él, sometiéndolos a torturas lentas, muy lentas, para que constataran que “se les estaba arrebatando la vida”. Soberbia y salvajismo fueron sus rasgos distintivos, mientras la brutalidad de sus actos (immanissima facta) y la atrocidad de sus palabras (atrocitate verborum) día con día se incrementaban; la impudicia propia y ajena le importaron cada vez menos. Despilfarró y agotó los recursos del tesoro y, cuando ya las arcas estaban vacías, ordenó la rapiña. Para entonces ya no dormía y en su alma sólo reinaba el rencor y la egolatría, al tiempo que coexistían en ella dos defectos opuestos: la excesiva confianza y la excesiva cobardía.

Se ha dicho que siguió los pasos de los demagogos griegos y que pudo haber sido el primer populista de la historia, pero de lo que se tiene certeza, es de que ha sido uno de los gobernantes más ambiciosos de los que la historia recuerde. Al final de su gobierno impulsó la realización de irracionales obras e impresionantes espectáculos populares, lo que agudizó el quebranto económico imperial y le convirtió en uno de los más acabados ejemplos de perfidia. Recientemente, en la actual Piazza Vittorio Emanuele II en Roma, se localizaron los restos del que fue su lugar favorito de refugio citadino: los Jardines de Lamiano, así llamados por su dueño original, el senador y cóinsul Lucius Aelius Lamia, a los que las crónicas de la época prodigan de elogios por sus espacios llenos de árboles y orquídeas, sus animales exóticos (pavorreales, venados, osos, avestruces y leones), sus fuentes, terrazas y terma marmórea multicolor. De igual forma, destacan las alucinantes embarcaciones descubiertas en 1895 en el fondo del Lago Nemi, cuyos restos otro émulo de su inagotable ambición de poder, Mussolini, ordenó rescatar y para ello secó en 1929 el lago. “Hazaña” que poco muy duró. En 1944 las tropas nazis, huyendo de los aliados, las incendiaron.

Para algunos, hubo dos amores en su vida: Drusila e “Incitatus”, su hermoso corcel hispano, al que algunas fuentes refieren nombró cónsul. En los últimos tiempos, algunos estudiosos buscan su “salvación histórica”. “No fue tan malo”, “Claudio creó su leyenda negra”, “Suetonio lo distorsionó”. En lo personal, me quedo con la visión que de este ser construyó Albert Camus. Él no lo exculpa, lo explica, y califica su fin como un suicidio “superior”. Suponiendo, dice, que Calígula se rebeló contra el destino, su error fue “negar a los hombres”. Y agrega: “no se puede destruir todo sin destruirse a sí mismo”: Calígula le fue “infiel” a los seres humanos “debido a la excesiva lealtad a uno mismo”. Murió porque ya no se pudo salvar a sí mismo y “nadie puede ser libre si es en contra de otros”.

Pocas palabras, mucho por reflexionar, sobre todo para aquellos cuya única y exclusiva lealtad es a sí mismos.



bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

“Durante los dos primeros años gobernó con gran elevación de ánimo, y por su moderación y benevolencia conquistó popularidad tanto entre los romanos como entre los súbditos del exterior. Pero, poco después, ensoberbecido, dejó de portarse humanamente” (Flavio Josefo, Antigüedades Judías). “En el octavo mes, una grave enfermedad hizo presa en Cayo”, quien modificó su vida saludable en una de extravagancia (Filón de Alejandría, Embajada ante Cayo). Pero nadie lo describió con mayor dureza que Suetonio Tranquilo: “… hasta aquí he hablado de un príncipe, ahora hablaré de un monstruo” (Calígula, Vida de los Césares).

Sí, estos grandes escritores de la antigüedad nos hablan del tercer emperador romano, que gobernó entre 37 y 41 d.C.: Cayo César Augusto Germánico, mejor conocido por su agnomen: Calígula. Llamado así por la calige, la bota militar que usaba cuando de niño vivía entre los legionarios romanos. Dos mil años han transcurrido desde entonces y aún hoy escuchar su nombre electriza, pero más allá de todos los calificativos que merecería por lo atroz de sus actos, destacando entre los más suaves el llamarlo criminal depravado, sanguinario, bipolar, sádico, sanguinario, hay uno que clínicamente lo identifica con mayor objetividad: psicópata.

Su proclamación fue aclamada por el pueblo romano, que le guardaba gran cariño como descendiente de Germánico y Tiberio. Sin embargo, esto cambió radicalmente a partir del tercer año, cuando Calígula se quitó la máscara de “principes” y dejó al desnudo su esencia monstril. Se asumió superior a todo monarca del orbe; se dijo de esencia divina y ordenó retirar de las estatuas de Júpiter sus cabezas para colocar la suya; en los documentos se le denominaba “Jupiter Latiaris” y, a similitud del Júpiter “Óptimo y Máximo”, se hizo llamar “Optimus Maximus Caesar”, el Máximo César y “adelfos” (hermano) de Júpiter. Además, para su deificación en el Templo de Venus colocó una estatua suya, ordenando se le rindiera el mismo culto que antes se le daba a la diosa venusina. Cometió incesto con todas sus hermanas, particularmente con Drusila; denigró a los miembros del Senado; persiguió y castigó a los que no estaban de acuerdo con él, sometiéndolos a torturas lentas, muy lentas, para que constataran que “se les estaba arrebatando la vida”. Soberbia y salvajismo fueron sus rasgos distintivos, mientras la brutalidad de sus actos (immanissima facta) y la atrocidad de sus palabras (atrocitate verborum) día con día se incrementaban; la impudicia propia y ajena le importaron cada vez menos. Despilfarró y agotó los recursos del tesoro y, cuando ya las arcas estaban vacías, ordenó la rapiña. Para entonces ya no dormía y en su alma sólo reinaba el rencor y la egolatría, al tiempo que coexistían en ella dos defectos opuestos: la excesiva confianza y la excesiva cobardía.

Se ha dicho que siguió los pasos de los demagogos griegos y que pudo haber sido el primer populista de la historia, pero de lo que se tiene certeza, es de que ha sido uno de los gobernantes más ambiciosos de los que la historia recuerde. Al final de su gobierno impulsó la realización de irracionales obras e impresionantes espectáculos populares, lo que agudizó el quebranto económico imperial y le convirtió en uno de los más acabados ejemplos de perfidia. Recientemente, en la actual Piazza Vittorio Emanuele II en Roma, se localizaron los restos del que fue su lugar favorito de refugio citadino: los Jardines de Lamiano, así llamados por su dueño original, el senador y cóinsul Lucius Aelius Lamia, a los que las crónicas de la época prodigan de elogios por sus espacios llenos de árboles y orquídeas, sus animales exóticos (pavorreales, venados, osos, avestruces y leones), sus fuentes, terrazas y terma marmórea multicolor. De igual forma, destacan las alucinantes embarcaciones descubiertas en 1895 en el fondo del Lago Nemi, cuyos restos otro émulo de su inagotable ambición de poder, Mussolini, ordenó rescatar y para ello secó en 1929 el lago. “Hazaña” que poco muy duró. En 1944 las tropas nazis, huyendo de los aliados, las incendiaron.

Para algunos, hubo dos amores en su vida: Drusila e “Incitatus”, su hermoso corcel hispano, al que algunas fuentes refieren nombró cónsul. En los últimos tiempos, algunos estudiosos buscan su “salvación histórica”. “No fue tan malo”, “Claudio creó su leyenda negra”, “Suetonio lo distorsionó”. En lo personal, me quedo con la visión que de este ser construyó Albert Camus. Él no lo exculpa, lo explica, y califica su fin como un suicidio “superior”. Suponiendo, dice, que Calígula se rebeló contra el destino, su error fue “negar a los hombres”. Y agrega: “no se puede destruir todo sin destruirse a sí mismo”: Calígula le fue “infiel” a los seres humanos “debido a la excesiva lealtad a uno mismo”. Murió porque ya no se pudo salvar a sí mismo y “nadie puede ser libre si es en contra de otros”.

Pocas palabras, mucho por reflexionar, sobre todo para aquellos cuya única y exclusiva lealtad es a sí mismos.



bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli