/ domingo 19 de mayo de 2024

Pentecostés, nuestro nacimiento como Iglesia de Jesús

Pentecostés, es decir cincuenta días después de la Pascua, era una fiesta en Israel para celebrar la recolección que después pasó de ser una fiesta agrícola a ser una fiesta histórica que recordaba la promulgación de la ley sobre el Sinaí. En ese día, la ciudad de Jerusalén se llenaba de creyentes judíos venidos desde los diferentes lugares de la diáspora. Hoy los cristianos conmemoramos en Pentecostés la donación del Espíritu.

Hoy celebramos el día de Pentecostés con una gran efusión de signos que buscan resaltar esta presencia dinámica, vital y renovadora del Espíritu en medio de la Iglesia. Son muchas “las señales” que emplea la Escritura para hablarnos de la irrupción del “Consolador”, prometido por Jesús a sus discípulos. Cada uno de estos signos encierra una gran enseñanza y nos habla, aunque parcialmente, de su actividad: el fuego, el viento y el rocío; el agua o la lluvia, la paloma y la nube, la lengua que todos entienden. Pero el Espíritu es mucho más y no puede ser encerrado en lo que es un símbolo para representarlo. Quizás en diferentes etapas de nuestra vida y en diversas circunstancias nos llama más la atención una figura en especial. En estos días me he estado preguntando por qué se aparecerá con frecuencia bajo el signo del viento.

Señor y dador de vida

Quizás para nosotros la palabra Espíritu no suene tan dinámica y tan llena de vida porque más bien tiene como un sentido metafísico, designando un “no ser material”, pero ya desde el Antiguo Testamento la palabra que se usa en hebreo para designarlo, “ruaj”, tiene más el significado de “aliento de vida”, de un modo especial su manifestación en la respiración, el hálito, el resuello, que manifiesta toda esa vitalidad interior que tiene una persona viva. Es el “soplo” de Dios, su propio aliento, que infundido en la figura de barro la transforma en una persona a su imagen y semejanza. Es el viento poderoso que hace surgir a los jueces y los profetas. Es la brisa suave y silenciosa que manifiesta presencia de Dios.

Es el viento que sopla en Jesús, que se ve impulsado, “ungido por el Espíritu”, para realizar su misión: anunciar la Buena Nueva, proclamar liberación, abrir los ojos y anunciar un año de gracia. Jesús es el hombre arrastrado por el Espíritu. Y en este día también se nos presentan los discípulos, aquella pequeña y desamparada comunidad, que sienten el mismo viento de Jesús. Viento poderoso capaz de hacerles cambiar de vida, de mentalidad y de religión. Los que antes estaban asustados, apocados y escondidos que no pensaban más que en escapar de una muerte semejante a la de su maestro, ahora se transforman en audaces misioneros capaces de enfrentarse al Sanedrín, de abrir fronteras, de expresarse en nuevos lenguajes, de dejar la seguridad del Cenáculo para explorar nuevos espacios donde resuene la Buena Nueva. En el pasaje evangélico, con el “soplo” de Jesús y las palabras de envío, reciben la misma misión de Jesús, con todos sus compromisos y obligaciones, con todas sus manifestaciones, una de las cuales será el perdón y la reconciliación.

A veces como cristianos damos la impresión de ser una barca que no quiere que la toque el viento y que permanece inmóvil, con apariencia de ser fiel, que no se deja impulsar, que no despliega sus velas porque tiene miedo a descubrir nuevos horizontes. No son los grandes vientos los que más nos amenazan, sino la pasividad, la calma chicha, lo cotidiano, lo cómodo y la indiferencia. Permanecemos como aguas estancadas que al no removerse se contaminan y se pudren.

Es día de pedir para cada uno de nosotros y para nuestra Iglesia, el “viento” de Jesús. Hoy es día para anunciar nueva reconciliación, nuevo lenguaje de paz, capaz de superar barreras y divisiones, hoy es día de nuevas actitudes frente al hermano. Es día para dejar escuchar dentro de nosotros al Espíritu de justicia y de verdad ¿Le abriremos nuestro corazón?


Obispo de la Diócesis de Irapuato

@ObispodeIrapuato

Pentecostés, es decir cincuenta días después de la Pascua, era una fiesta en Israel para celebrar la recolección que después pasó de ser una fiesta agrícola a ser una fiesta histórica que recordaba la promulgación de la ley sobre el Sinaí. En ese día, la ciudad de Jerusalén se llenaba de creyentes judíos venidos desde los diferentes lugares de la diáspora. Hoy los cristianos conmemoramos en Pentecostés la donación del Espíritu.

Hoy celebramos el día de Pentecostés con una gran efusión de signos que buscan resaltar esta presencia dinámica, vital y renovadora del Espíritu en medio de la Iglesia. Son muchas “las señales” que emplea la Escritura para hablarnos de la irrupción del “Consolador”, prometido por Jesús a sus discípulos. Cada uno de estos signos encierra una gran enseñanza y nos habla, aunque parcialmente, de su actividad: el fuego, el viento y el rocío; el agua o la lluvia, la paloma y la nube, la lengua que todos entienden. Pero el Espíritu es mucho más y no puede ser encerrado en lo que es un símbolo para representarlo. Quizás en diferentes etapas de nuestra vida y en diversas circunstancias nos llama más la atención una figura en especial. En estos días me he estado preguntando por qué se aparecerá con frecuencia bajo el signo del viento.

Señor y dador de vida

Quizás para nosotros la palabra Espíritu no suene tan dinámica y tan llena de vida porque más bien tiene como un sentido metafísico, designando un “no ser material”, pero ya desde el Antiguo Testamento la palabra que se usa en hebreo para designarlo, “ruaj”, tiene más el significado de “aliento de vida”, de un modo especial su manifestación en la respiración, el hálito, el resuello, que manifiesta toda esa vitalidad interior que tiene una persona viva. Es el “soplo” de Dios, su propio aliento, que infundido en la figura de barro la transforma en una persona a su imagen y semejanza. Es el viento poderoso que hace surgir a los jueces y los profetas. Es la brisa suave y silenciosa que manifiesta presencia de Dios.

Es el viento que sopla en Jesús, que se ve impulsado, “ungido por el Espíritu”, para realizar su misión: anunciar la Buena Nueva, proclamar liberación, abrir los ojos y anunciar un año de gracia. Jesús es el hombre arrastrado por el Espíritu. Y en este día también se nos presentan los discípulos, aquella pequeña y desamparada comunidad, que sienten el mismo viento de Jesús. Viento poderoso capaz de hacerles cambiar de vida, de mentalidad y de religión. Los que antes estaban asustados, apocados y escondidos que no pensaban más que en escapar de una muerte semejante a la de su maestro, ahora se transforman en audaces misioneros capaces de enfrentarse al Sanedrín, de abrir fronteras, de expresarse en nuevos lenguajes, de dejar la seguridad del Cenáculo para explorar nuevos espacios donde resuene la Buena Nueva. En el pasaje evangélico, con el “soplo” de Jesús y las palabras de envío, reciben la misma misión de Jesús, con todos sus compromisos y obligaciones, con todas sus manifestaciones, una de las cuales será el perdón y la reconciliación.

A veces como cristianos damos la impresión de ser una barca que no quiere que la toque el viento y que permanece inmóvil, con apariencia de ser fiel, que no se deja impulsar, que no despliega sus velas porque tiene miedo a descubrir nuevos horizontes. No son los grandes vientos los que más nos amenazan, sino la pasividad, la calma chicha, lo cotidiano, lo cómodo y la indiferencia. Permanecemos como aguas estancadas que al no removerse se contaminan y se pudren.

Es día de pedir para cada uno de nosotros y para nuestra Iglesia, el “viento” de Jesús. Hoy es día para anunciar nueva reconciliación, nuevo lenguaje de paz, capaz de superar barreras y divisiones, hoy es día de nuevas actitudes frente al hermano. Es día para dejar escuchar dentro de nosotros al Espíritu de justicia y de verdad ¿Le abriremos nuestro corazón?


Obispo de la Diócesis de Irapuato

@ObispodeIrapuato