/ domingo 10 de marzo de 2024

¿Qué estoy haciendo para tener vida plena?

Siempre que alguien me dice que no cree en Dios, le pregunto por qué y la respuesta invariablemente va dirigida a imágenes distorsionadas de un dios en el que nadie podría creer: castigador, injusto, lejano e inhumano. O bien, como consecuencia de la forma de vivir de algunos de los que nos decimos creyentes. Pero no es difícil descubrir en su corazón un deseo de verdad, de justicia y de bien común que lo lleva a rechazar lo que considera un atropello a la persona. El Evangelio de este día podría ilustrarnos en cuanto a la verdadera imagen de Dios, discutida entre un intelectual, un conocedor de la ley, como es Nicodemo, y Jesús que vive plenamente la experiencia de Dios, su Padre. Nicodemo acostumbraba a visitar a Jesús “de noche”, que algunos juzgan por miedo o respeto humano a sus compañeros jefes de los judíos. Sin embargo, también podría entenderse alguien que viene “desde la noche” hacia la luz. Uno que, a tientas, busca salir de las tinieblas o al menos está decidido a tener un poco de luz porque la que posee no le parece suficiente. Quizás pretendía discutir con Jesús de teología y de leyes, pero Jesús prefiere hablar de vida y experiencia y lo lleva al centro del problema: “En verdad en verdad te digo, si uno no nace de lo alto”. Un nacimiento nuevo, una nueva forma de vivir, una nueva forma de creer.

Jesucristo, vida y plenitud para todos

Así aparece la frase que muchos consideran el centro de todo el Evangelio de San Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único…” y no solamente del Evangelio, sino el centro de toda nuestra fe y la gran noticia de toda la historia: Dios ama al mundo. Con frecuencia olvidamos que el amor de Dios es universal y que alcanza a la humanidad entera, a nosotros y al mundo en que vivimos. Y con mayor frecuencia olvidamos también que el objeto de este amor es que el mundo tenga vida y que también cada uno de nosotros tengamos vida en plenitud. Normalmente cuando se habla de creer, nos vienen a la mente una serie de verdades, de dogmas y argumentos, a los cuales debemos adherirnos sin tenerlos muy claros. Pero podremos decir que tenemos fe, solamente si creemos principalmente en el amor: si creemos que Dios ama al mundo, que ama a todos los hombres, que ama a cada uno de nosotros. Es triste constatar que muchos de los creyentes de hoy, llevamos la fe como a rastras, pesadamente, y no somos capaces de descubrir y experimentar nuestra fe como fuente de vida auténtica, y nos conformamos con ir viviendo a medias.

Desconcierto para muchos es que junto a este anuncio aparece la cruz. ¿Qué sentido puede tener mirar a un crucificado en nuestra sociedad, asediada por el placer, el confort y el máximo bienestar? La cruz habla de un amor golpeado pero victorioso; humillado, pero rodeado de gloria; traicionado y siempre fiel. No olvidemos que el crucificado es un justo y que lo ha hecho por amor. Cuando los cristianos adoramos la cruz, no ensalzamos el sufrimiento, la inmolación ni la muerte, sino el amor, la cercanía y la entrega de un Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el fondo. El “ser levantado en alto” no es la expresión de un poder dominador, sino la consecuencia de una entrega plena al amor. El creyente encuentra su salvación “mirando” en dirección de la cruz de Cristo. Pero ser fiel al Crucificado no es buscar con masoquismo el sufrimiento, sino saber acercarse a los que sufren, solidarizándose con ellos hasta las últimas consecuencias. Descubrir la grandeza de la cruz, no es encontrar un fetiche y unirnos en su dolor, sino saber percibir la fuerza liberadora que se encierra en el amor cuando es vivido en toda su profundidad. Cristo ha venido para que todos los pueblos en Él tengan vida y vida plena.

¿Cómo experimento en mi diario vivir este rostro de “Dios que ama tanto al mundo? ¿A qué compromiso me lleva el contemplar la cruz de Jesús? ¿Qué estoy haciendo para que los que están cerca de mí y todos los pueblos tengan vida plena?


Obispo de la Diócesis de Irapuato

Facebook @ObispodeIrapuato


Siempre que alguien me dice que no cree en Dios, le pregunto por qué y la respuesta invariablemente va dirigida a imágenes distorsionadas de un dios en el que nadie podría creer: castigador, injusto, lejano e inhumano. O bien, como consecuencia de la forma de vivir de algunos de los que nos decimos creyentes. Pero no es difícil descubrir en su corazón un deseo de verdad, de justicia y de bien común que lo lleva a rechazar lo que considera un atropello a la persona. El Evangelio de este día podría ilustrarnos en cuanto a la verdadera imagen de Dios, discutida entre un intelectual, un conocedor de la ley, como es Nicodemo, y Jesús que vive plenamente la experiencia de Dios, su Padre. Nicodemo acostumbraba a visitar a Jesús “de noche”, que algunos juzgan por miedo o respeto humano a sus compañeros jefes de los judíos. Sin embargo, también podría entenderse alguien que viene “desde la noche” hacia la luz. Uno que, a tientas, busca salir de las tinieblas o al menos está decidido a tener un poco de luz porque la que posee no le parece suficiente. Quizás pretendía discutir con Jesús de teología y de leyes, pero Jesús prefiere hablar de vida y experiencia y lo lleva al centro del problema: “En verdad en verdad te digo, si uno no nace de lo alto”. Un nacimiento nuevo, una nueva forma de vivir, una nueva forma de creer.

Jesucristo, vida y plenitud para todos

Así aparece la frase que muchos consideran el centro de todo el Evangelio de San Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único…” y no solamente del Evangelio, sino el centro de toda nuestra fe y la gran noticia de toda la historia: Dios ama al mundo. Con frecuencia olvidamos que el amor de Dios es universal y que alcanza a la humanidad entera, a nosotros y al mundo en que vivimos. Y con mayor frecuencia olvidamos también que el objeto de este amor es que el mundo tenga vida y que también cada uno de nosotros tengamos vida en plenitud. Normalmente cuando se habla de creer, nos vienen a la mente una serie de verdades, de dogmas y argumentos, a los cuales debemos adherirnos sin tenerlos muy claros. Pero podremos decir que tenemos fe, solamente si creemos principalmente en el amor: si creemos que Dios ama al mundo, que ama a todos los hombres, que ama a cada uno de nosotros. Es triste constatar que muchos de los creyentes de hoy, llevamos la fe como a rastras, pesadamente, y no somos capaces de descubrir y experimentar nuestra fe como fuente de vida auténtica, y nos conformamos con ir viviendo a medias.

Desconcierto para muchos es que junto a este anuncio aparece la cruz. ¿Qué sentido puede tener mirar a un crucificado en nuestra sociedad, asediada por el placer, el confort y el máximo bienestar? La cruz habla de un amor golpeado pero victorioso; humillado, pero rodeado de gloria; traicionado y siempre fiel. No olvidemos que el crucificado es un justo y que lo ha hecho por amor. Cuando los cristianos adoramos la cruz, no ensalzamos el sufrimiento, la inmolación ni la muerte, sino el amor, la cercanía y la entrega de un Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el fondo. El “ser levantado en alto” no es la expresión de un poder dominador, sino la consecuencia de una entrega plena al amor. El creyente encuentra su salvación “mirando” en dirección de la cruz de Cristo. Pero ser fiel al Crucificado no es buscar con masoquismo el sufrimiento, sino saber acercarse a los que sufren, solidarizándose con ellos hasta las últimas consecuencias. Descubrir la grandeza de la cruz, no es encontrar un fetiche y unirnos en su dolor, sino saber percibir la fuerza liberadora que se encierra en el amor cuando es vivido en toda su profundidad. Cristo ha venido para que todos los pueblos en Él tengan vida y vida plena.

¿Cómo experimento en mi diario vivir este rostro de “Dios que ama tanto al mundo? ¿A qué compromiso me lleva el contemplar la cruz de Jesús? ¿Qué estoy haciendo para que los que están cerca de mí y todos los pueblos tengan vida plena?


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